jueves, 14 de marzo de 2024

Puerta Gallegos


Seis años sin volver a Córdoba. Desde lo de Bujalance, en diciembre del 33. Salió una foto suya en los periódicos. La recortó y la llevaba desde entonces en su cartera. No para enseñarla a nadie, sino para mirarla de vez en cuando a solas y recordarse lo peligroso de su oficio, lo fácil que una bala siega la vida de un hombre. Él tuvo suerte y la mano le quedó útil para el servicio de armas. Al guardia Félix Wolgeschaffen le fue peor. Se quedó rezagado y los revolucionarios lo cazaron como un conejo. Le dispararon desde los dos lados de la calle. Lo arrastraron hasta un callejón y se ensañaron con él. Hasta el reloj le robaron, y la alianza y los pocos billetes que llevara en la cartera.

El centro de Córdoba era un hervidero. Días de feria. Días de Corpus Christi y procesiones en todas las parroquias. De homenaje al dos veces laureado general Varela, salvador de la ciudad en los primeros días del Glorioso Movimiento de Liberación; días de entrega de una bandera al Regimiento de Infantería de la Reina; de inauguración del Club de Campo de la Arruzafa, de corridas de toros con Manolete cerrando cartel, de operarios municipales montando y desmontando tribunas para los oradores, de electricistas ultimando guirnaldas de bombillas, de camareros que regresaban adormilados a la caseta desde el Campo de la Verdad, desde la Corredera y San Pedro, desde el Alcázar viejo o la Magdalena; días de la inauguración del monumento a Julio Romero de Torres en los jardines de la Agricultura con un inmenso gentío acudido de todos los puntos de la ciudad, de repartidores de bebidas, de fotógrafos ambulantes, de periodistas y recepciones oficiales en las casetas, de jinetes en el Paseo de Caballos y de muchachas —bellas señoritas— con el traje andaluz, bailando sevillanas o saludando desde las manolas; días de oleadas de viajeros en trenes especiales (de Sevilla, de Puente Genil y Cabra) desparramándose desde la Estación Central por el Paseo de la Victoria, por Gran Capitán y Ronda de los Tejares, para ir a los toros, para curiosear en la Exposición Provincial de Productos Industriales, para celebrar la victoria del Racing F. C. en el viejo Stadium América, para acercarse al concurso hípico en el campo de la Electromecánicas. Días alegres y calurosos de gentes de la farándula, de artistas de varietés y cómicos de la legua que representan en el Gran Teatro y en el Duque de Rivas, que toman el vermú y la cerveza en las terrazas de Las Tendillas o de Gran Capitán, en la calle de la Plata, en los salones del hotel Simón. De ases del manillar, de payasos, malabaristas, trapecistas, domadores y equilibristas en los circos. Días de estraperlo (patatas, jabón, conejos y perdices, azúcar, café, aceite), días del Caudillo victorioso y de exaltado y combativo falangismo. De listas y control de los ex-combatientes, de Caballeros Mutilados. Días también de guerra en Europa. En el mundo. De ocupación en Bélgica y de batalla en Noruega, en Grecia. De asedio de París. De Winston Churchill. De combates en Alsacia y Lorena y Normandía. Días nefastos del führer y del duce. Días tristes del exilio republicano. De denuncias y de aplicación de la ley de fugas. Días de pelás, de mujeres silenciadas, encarceladas, señaladas, condenadas.

Pero los cordobeses no querían saber nada de aquello. Estos eran días de calle y de jolgorio. Quién va a querer hablar de la maldita guerra en aquel ambiente festivo de las casetas, en aquel desborde de alegría, de bailes y cantes, de músicas de bandas y orquestinas.

Él no había vivido la guerra. No había combatido. No tenía idea clara de lo ocurrido en el país en aquellos tres años, porque fueron, salvo los confusos cinco primeros días, tres años de prisión, tres años de mortal incertidumbre, tres años de miedo; miles de horas de rumia callando, recordando, aventurando, observando, aguantando estopa para no saltar a la desesperada y ganarse un balazo. Era la guerra, pero no lo era.

No podría explicar la razón de haber pedido permiso para volver a Córdoba. Aquí no lo esperaba nadie. Trinidad, su mujer, y sus dos hijos habían quedado en el cuartel de Gádor. A sus hermanos no los veía desde antes de la guerra: Federico en Salamanca, Emilia en Tomelloso, Anselmo y Pío, uno en Palma del Río, el otro en Montoro. Tampoco vivían ya en Córdoba los padres de Trinidad, que se habían marchado a Lérida cuando su suegro, teniente de la Guardia Nacional Republicana, había cumplido la edad para el retiro.

Se alojaba en La Ruteña, en la calle San Fernando, junto al Arco del Portillo. Desayunaba en la pensión y luego callejeaba —La Corredera y San Pedro, Santiago, la Ribera, la Magdalena, o cruzaba al Campo de la Verdad— hasta la hora del vino, en la cantina de la Comandancia, donde antiguos compañeros iban poniéndolo al tanto. Desde que los nacionales lo liberaron del batallón de trabajo y se presentó a sus superiores en Alicante, vivía dentro de un remolino que lo llevaba y lo traía sin que él pudiera decidir: el traslado en camión ambulancia, los días de recuperación en el hospital militar de Almería, el reencuentro con su mujer y sus hijos, los interrogatorios del inspector del Cuerpo para averiguar con exactitud sus vicisitudes y paraderos durante la guerra, el viaje a Lérida por la muerte de su suegra, y a primeros de julio del 39, de nuevo en el servicio activo, comandante del puesto de Gádor, más la muerte de su padre, a mediados de noviembre. El ciclón avasallador y destructivo de la guerra. Había que tener aguante.

Me pregunto de dónde saca un hombre ánimo y fortaleza para sobrevivir al hambre, a los piojos, a la humedad nauseabunda y al calor asfixiante, a la inactividad absoluta durante semanas en la bodega infecta de un barco, a la disentería, al terror diario de esperar oír su nombre en una lista para ser fusilado. El tío Pepe sacó fuerzas de su fe. Se encomendó a Dios. A veces lo recuerdo con la tía Trini a su brazo, yendo o viniendo de misa en la iglesia del Campo de la Verdad. Calmosos en el andar, callados, impasible el rostro él, erguida la barbilla, afrontando con orgullo la vida a cara descubierta; risueña, confiada en su hombre ella.

Fue el día 25 de mayo de 1940, sobre las dos de la tarde. Sábado, día grande de la feria cordobesa. Por la mañana, homenaje al general Varela, entonces ministro del Ejército, como salvador de la ciudad frente al enemigo rojo en septiembre del 36. También se inauguró en el real de la feria la Exposición Provincial de Productos Industriales. Por la tarde, a Manolete —después de unas irrepetibles verónicas, unos portentosos pases por alto y unos naturales para las crónicas en medio del redondel— lo cogió el toro al entrar a matar. No sé si estas precisiones las aportó mi madre o si fue el propio tío Pepe el que ilustraba así la historia.

Volvía él de la Comandancia, en la avenida de Medina Azahara, hacia la Ruteña. Vestía de paisano. El cruce por la Pérgola y los jardines del duque de Rivas hacia la Puerta Gallegos es un hormiguero. Confluyen allí cientos de personas que llegan o salen por la calle Concepción, que bajan desde los jardines de la Agricultura, que suben desde la Puerta de Almodóvar, Paseo de la Victoria arriba. Familias y grupos que van a las atracciones, a las casetas —Centro Filarmónico, Ayuntamiento, Círculo de la Amistad, Peña Racinguista, Educación y Descanso, Asociación de la Prensa, La Coroza, Caballeros Mutilados—, jinetes, amazonas, coches de caballos. Cuando está cruzando el Paseo de la Victoria hacia la Puerta Gallegos casi choca de frente con un hombre que va en dirección contraria. El tío Pepe lo mira a la cara y sigue andando. Conoce a ese hombre. Su aspecto es inconfundible, difícil de olvidar: la caída de hombros, el rostro moreno y demacrado, el mirar oblicuo. Y se le viene súbitamente la imagen: en perfil, iluminado por el haz de luz que baja por la escotilla, aquel hombre lee una lista de nombres, entre ellos el suyo, y el tío Pepe aguanta los golpes violentos del corazón en el pecho, templa sus nervios, su miedo, su voz, permanece sentado en el suelo de la bodega, apoyada su espalda en una columna de hierro, y declara tranquilamente que a ese ya se lo llevaron en otra saca. Aquel era el hombre con el que se acababa de cruzar, uno de los suboficiales del barco-prisión en el puerto de Almería. El encargado de conducir a los que iban a ser pasados por las armas. No vaciló. Se dio media vuelta y lo siguió. El hombre entró en la exposición de Productos Industriales. Aprovechó el tío Pepe para correr a la cercana Comandancia, avisar al oficial de guardia y llegar a la Exposición con un piquete de guardias que allí mismo esposaron al hombre y lo condujeron al cuartel. El hombre fue juzgado en Almería y condenado a muerte unos meses después.

Azar, destino, justicia divina, leyenda o pura invención, aquella historia del tío Pepe parecía sacada de una película o de un libro, y cada vez que mi madre nos la contaba, mi imaginación volaba y recreaba el ambiente, las ropas, los gestos y los breves diálogos, la manera de andar, la sorpresa de la gente que asistió a la detención, el gesto serio del tío Pepe, la mirada incrédula del denido.

Han pasado más de sesenta años de la primera vez que oí esta historia. Muchos también desde que enterramos al tío Pepe y a la tita Trini. Me gustaría tener más detalles, más concreciones del relato, pero uno era niño entonces y le bastaba con escuchar y abrir los ojos de asombro. Tampoco he hablado con sus hijos o sus nietos, en busca de fotografías, documentos, objetos que ayuden a reconstruir su vida en aquellos días de guerra y de posguerra, pero estoy satisfecho con lo escrito hasta ahora, porque es una historia que lleva muchos años dentro de mí, atrapada como un insecto en el ámbar de los recuerdos1, y creo llegado el momento de darla a la luz para que no se pierda entre las muchas historias de esa larga saga de guardias civiles que hubo en mi familia.

***

1 Luis Landero, El balcón en invierno. Tusquets Editores, Barcelona, 2014, p. 229.

martes, 12 de marzo de 2024

Pequeño, peludo suave

Esparragal. 18 de febrero de 1962. Cumplo seis años. Después de comer salgo a jugar a la puerta del cuartel. No hay ningún niño todavía, solo el muchacho de la Casa Grande, que pasa con su borriquillo y me invita a ir con él. Entro corriendo, entusiasmado, a casa y le pido permiso a mi madre para faltar a la escuela. Después de abrevar en la fuente, subimos a lomos del animal que toma el camino de Fuente Alhama a Priego, hasta un cercado a orillas de un arroyo, donde nos bajamos. Allí pasamos el rato, paciendo el pollino la hierba menuda, haciendo puntería nosotros con el tirador, sentándonos a mirar el campo, observando el vuelo de los aguiluchos, sacándole punta a una vara de olivo con la navaja. Horas felices de la infancia, momentos de dicha en aquel paraíso rural, a espaldas de la Serrezuela y los restos de la vieja torre árabe de vigilancia. Qué inocente recreo aquella tarde soleada de febrero.

Llegó la hora de irse y quise yo coger las riendas del animal, que andaban entre sus patas traseras. La coz —tan contundente la palabra como el golpe— me tumbó de espaldas y empecé a sangrar por la cara. Aturdido por el golpe, no lloré ni me quejé. El muchacho de la Casa Grande se sacó un pañuelo del bolsillo, me dijo que lo apretara contra la herida, me cargó en sus brazos y salió corriendo. Cuando avistó el cuartel, llamaba a voces a mi madre —¡Juanita! ¡Juanita!—, que se asustó con la sangre y con el pañuelo tan sucio que me taponaba la herida. Enseguida se presentó el practicante, que lavó y desinfectó la herida en el pómulo. Podía haber perdido el ojo, pero tuve suerte.

¡Arre, Platero, arre!


jueves, 7 de marzo de 2024

41 Trinan con alborozo

Trinan con alborozo los gorriones a primera hora de la mañana y silban jubilosos los tordos en las antenas.
Como un general entrando victorioso en Roma bajo exultante la calle Nueva, agradecido por el cortejo.


domingo, 3 de marzo de 2024

Somos fuerzas porque somos vidas

Los poetas y las enamoradas, o los enamorados y las poetas, a veces guardan la hoja de una flor entre las páginas de un libro como recuerdo de una tarde feliz en amada compañía. No es ritual vacío, moda o muesca a lo Tenorio en la cacha del revólver. Quien lo ha hecho lo sabe. Esa hoja es una historia lejana de amor. Un hito que vuelve al cabo del tiempo.

Me acaba de ocurrir. En el Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa. La hoja de un lirio entre las páginas 200 y 201. No recuerdo haberla puesto allí, aunque sí que leí el libro. Corría 1984. Y estaba solo. Desconsoladamente solo. Cuando la conocí. En alguno de los bares de entonces. Unas veces con su hijo de apenas dos años. Otras sola. Actriz de teatro infantil. En primavera y verano, contrataban la Diputación o el Ayuntamiento. Los inviernos, penosos. Con días de soledad y hambre.

Así fue un poco nuestro amor. Labios fríos. Caricias sin futuro. Camas prestadas. Desangeladas.

Ternura a pesar de todo.

Amada flor de lis.



miércoles, 28 de febrero de 2024

Lo que permanece lo crean los poetas

Vuela el tren sobre los campos de La Mancha mientras leo unos versos de Friedrich Hölderlin. Son poemas de juventud, que emocionan por la pureza de su aliento romántico, por su arrebatado aspirar a un mundo ideal, armonioso, bello.

De vez en cuando miro por la ventanilla y veo unas hermosas nubes de resplandeciente blancura en el horizonte: un paisaje amplio, luminoso, vivo. En armonía con los versos que voy leyendo. Y siento renacer en mí el impulso, el entusiasmo juvenil el empuje de la tormenta—, la conciencia, también, de este mundo sórdido, materialista, frustrante, que duele, del que sólo es posible escapar con la voluntad de ensueño del poeta.


«¿Por qué moderar el fuego de mi alma
que se abrasa bajo el yugo de esta edad de bronce?
¿Por qué, débiles corazones, querer sacarme
mi elemento de fuego, a mí, que sólo puedo vivir en el combate?» 

Así pregunta el joven poeta a sus juiciosos consejeros en un contundente poema que entroniza al héroe que se rebela ante una ética (o religión) opresora y contradictoria:

«La vida no está dedicada a la muerte,
ni al letargo el dios que inflama».

Es consciente el poeta de la dolorosa herida que supone el vivir «hicieron una quemadura en mi corazón, // pero no lo han consumido», pero lo es también de que, perdida la inocencia de la niñez y de la juventud, despojado del paraíso y de la feliz edad de oro, sólo nos queda la lucha, el sueño:

«Mi siglo es para mí un azote.

Yo aspiro a los campos verdes de la vida
y al cielo del entusiasmo».

viernes, 23 de febrero de 2024

Cosas de hermanos (3)

En la hoja de servicios del tío Pepe en la Guardia Civil, leemos la anotación que ya conocemos correspondiente al año 1936: «Al iniciarse el Glorioso Movimiento Militar Salvador de España, se hallaba este cabo prestando sus servicios en la Comandancia de Almería, su destino, y al quedar aquella provincia en poder de los marxistas, continuó en situación desconocida y en la misma finó el año». Para 1937 y 1938 encontramos la misma nota manuscrita: «Todo el año en la misma situación desconocida en que finó el anterior». Finalmente, las líneas correspondientes a 1939 detallan: «Continúa en su anterior situación. El Señor Primer Jefe de la Comandancia de Almería, en escrito fecha 10 de mayo marginal, participa al Señor Coronel del Tercio que el cabo comprendido en la presente verificó su presentación en Alicante al ser liberada dicha capital por las tropas nacionales».

¿Qué fue del tío Pepe durante los tres años de guerra? En casa conocíamos solamente el episodio del barco, cuando se libró de ser fusilado haciéndose pasar por otro, pero una llamada telefónica de mi hermana y una breve investigación en archivos y estudios históricos me pusieron enseguida, si no sobre sus pasos, sí muy cerca de ellos, aunque pronto pude comprobar que su periplo carcelario era guadianesco.

Ya vimos que ingresó en prisión provisional apenas una semana después del alzamiento, el 24 de julio; lo que no he podido averiguar con exactitud es dónde pasó sus primeras semanas, pero existe una hipótesis razonable que concuerda con la historia del barco.

En los primeros días de la sublevación militar, se organiza en Almería el comité Central Antifascista, formado por hombres de los distintos partidos y organizaciones del Frente Popular, presidido por el socialista Cayetano Martínez Artés. Este Comité Central, que fija su sede en el Casino Cultural, actúa al principio como la máxima autoridad política, por encima incluso del Gobierno Civil, y organiza la represión de los derechistas y afines al golpe militar, bien mediante detenciones oficiales y juicios ante un Tribunal Especial Popular, bien mediante excarcelaciones y ejecuciones inmediatas. En pocas semanas, la prisión de Almería Gachas Colorás se queda pequeña y desde el 27 de septiembre se transforma en prisión de mujeres, mientras los hombres son trasladados a otros lugares. Hay que improvisar cárceles para tantos detenidos. Una de ellas es la capilla del convento de las Adoratrices, en el barrio del Quemadero, donde ingresan los primeros presos el 25 de julio. Otra es el Colegio La Salle, todavía en construcción, en el que se habilitan la planta baja como Cuartel de Milicias y tres amplias salas de la primera planta como prisión. Se recurre también al Ingenio, una antigua fábrica de azúcar Virgen de Montserrat (1885)—, transformada luego en fábrica de productos químicos y ahora en cárcel donde se hacinan en condiciones insalubres religiosos, militares y partidarios de Franco. Finalmente, dos barcos mercantes dedicados al transporte de carbón y de mineral de hierro, atracados en el puerto, se convierten en barcos-prisión: el «Capitán Segarra» y el »Astoy Mendi». Se habla de 500 hombres hacinados en sus bodegas con restos de residuos tóxicos, con la sola ventilación de las escotillas, sin condiciones higiénicas, con calor asfixiante y ambiente nauseabundo, con escasa luz y pésima alimentación. En ambos barcos se hicieron sacas desde mediados de agosto hasta finales de septiembre. El tío Pepe estuvo, sin duda, en uno de esos barcos, sobrevivió a las sacas y sobrevivió a las inmundas bodegas. Todo casa con lo que mi madre nos contaba.

Es muy posible que sus primeras semanas como prisionero las pasara en la cárcel almeriense de «Gachas Colorás» —en las Adoratrices, o en La Salle—, y que una vez desbordada su capacidad pasara a uno de los barcos prisión que ya conocemos, hasta que en fecha desconocida fue trasladado a la prisión del Ingenio. Supongo que este primer tramo de su experiencia carcelaria fue el más duro: decidirse a favor o en contra del golpe militar y traicionar el juramento a la República, la detención, el juicio ante el Tribunal Popular y la condena, la separación de la familia, el temor a morir en una saca, las condiciones deplorables del encarcelamiento, la inactividad y el no saber nada del exterior castigarían duramente el ánimo de aquel manchego de 29 años, de marcado temple e instinto de supervivencia que no estaba dispuesto a caer fusilado o muerto de hambre a las primeras de cambio.

El segundo tramo de encarcelamiento, cuando lo sacan del barco prisión, debió liberarlo de miedos, procurarle un cierto optimismo, un alivio al menos, después de su paso por la nauseabunda y oscura bodega del barco. Se sabe, y está documentado, que presos del «Astoy Mendi» —¿uno de ellos el tío Pepe?— fueron trasladados a la prisión del Ingenio a partir del 6 de noviembre de 1936, y podemos afirmar, porque está documentado, que en su periplo carcelario, ingresó en la Prisión Provincial de Almería el 8 de mayo de 1937, procedente... ¡de la Prisión del Ingenio!, como leemos en su expediente procesal: «Ingresa en esta prisión, procedente de la Prisión del Ingenio, entregado por fuerza de la GNR, en concepto de penado a disposición». Pasó ocho meses en la antigua Prisión Provincial de Almería, hasta el 27 de diciembre, en que lo trasladan al Campo de Trabajo de Totana (Murcia).

Este campo fue el primero creado por el gobierno republicano. Formaba parte del proyecto del ministro de Justicia, el cenetista Juan García Oliver, que pretendía renovar la política penitenciaria y aprovechar la mano de obra de los condenados por los Tribunales Especiales Populares y los Jurados de Urgencia, por conspiración o por desafección al régimen. En lugar de pelotas, calcetines y otras menudencias, los penados trabajarían en obras de utilidad pública: canales de riego, ferrocarriles, carreteras, instalaciones de agua potable, repoblación forestal, escuelas, granjas agrícolas…

Publicado a finales de diciembre de 1936 el decreto de creación de dichos campos, el de Totana estaba listo a finales de abril de 1937, y el 5 de mayo los primeros condenados cruzaron sus puertas, sobre las que campaba el lema: «Trabaja y no pierdas la esperanza». Para las principales dependencias del campo se había aprovechado el convento y el colegio de los Capuchinos, que lo habían abandonado en los primeros días de guerra. Los informes de este campo destacan sus buenas costumbres y su adecuada conducta.

Venturosas me las aventuraba cuando localicé el historial penitenciario del tío Pepe, ya que leí con precipitación y supuse que estando él en Totana acabó la guerra civil. Salvo las circunstancias del viaje final hasta Alicante, que no se menciona en ningún documento, el periplo carcelario parecía cerrarse en aquel convento capuchino, donde los penados trabajaban en la traída del agua para la población y en la construcción de una carretera local. Pero no fue así.

En la sección «Vicisitudes penales y penitenciarias» de su expediente en el campo de trabajo, leemos el siguiente apunte, fechado el 16 de mayo de 1938: «Por resolución del Tribunal sentenciador […] se dispone que este interno pase destinado al Batallón disciplinario n.º 2 de Trabajo, afecto al Ejército de Extremadura». Días más tarde, el 27 de mayo, el tío Pepe es entregado a las fuerzas de asalto, que lo conducen hasta Almadén y lo ponen a disposición del jefe del batallón disciplinario. ¡Otro bandazo de la maldita guerra! Otro golpe en la moral, otra dramática incertidumbre. Nos adentramos así en el tercer tramo del recorrido penal, como el Guadiana, el tío Pepe desaparece durante diez meses, hasta que se presenta a sus superiores en Alicante.


jueves, 22 de febrero de 2024

18 de febrero

Nací con el frío una ola blanqueaba Europa y con el miedo al comunismo, que amenazaba al mundo con la bomba atómica y con la bomba H. Nací con Franco la leyenda asegura que mientras desayunaba firmando sentencias de muerte. Del Pardo habían salido nuevos nombramientos, simples cambios de guardia en la transmisión del mando, según declaraba la prensa del Movimiento. Nací con los camisas azules acrisolada lealtad al régimen, fidelidad a los principios del 18 de julio, insobornable honestidad, espíritu combativo, indiscutible eficiencia, con el «Cara al sol» a diario, con la enciclopedia Álvarez y el catecismo de la doctrina cristiana, con viejos pupitres manchados de tinta y con los bidones de leche en polvo. Nací en los días de fastos inaugurales del Córdoba Palace, aquella nueva joya de la hostelería cordobesa, construida y confortablemente equipada en el corto plazo de un año y dos días. Nací con Manolete muerto, pero con la sombra triste de doña Angustias en aquella casa de mármol blanco junto al jardín de las palomas: mi madre nos hablaba de Linares, de Islero, del gentío que asistió al entierro y de la avioneta que arrojaba flores. Nací con la televisión en blanco y negro desde el Paseo de La Habana. El rojo sólo se veía en la bandera, en la casulla de los curas y en las plazas de toros.

Tiempos de guerra ya sabemos del contubernio estadounidense-israelí en Oriente Medio, de revolución en Argentina y Perú. De segregación racial, cuando las autoridades académicas, secundadas por una mayoría de estudiantes blancos, expulsaron de la Universidad de Alabama a la estudiante negra Juanita Lucy. Días, en fin, de guerra fría, en que los cordobeses pudieron entretenerse en el Palacio del Cine con El Piyayo, la obra póstuma del popular actor Valeriano León; con las aventuras de tres monjas y un taxista Un día perdido para encontrar a los padres de un niño abandonado en una cesta, que se proyectaba en el Duque de Rivas; con la comedia francesa Americanos en Montecarlo, en el Alkázar; en la sesión continua Falsa obsesióndel Gran Teatro, con Michèle Morgan y Raf Vallone en grandioso technicolor, con alguno de los dos pases de Cerco de odio en el Góngora; pero si preferían cines de barrio pudieron elegir el Séneca, de la barriada Fray Albino, y el Magdalena, en el barrio del mismo nombre, para ver a Gary Cooper, Richard Widmark y Susan Hayward en El jardín del diablo, o el programa doble La mujer y el monstruo, Perseguido del cine Iris, en San Lorenzo.

Aquel domingo, 18 de febrero, a las siete y media de la tarde pronunciaba el poeta y académico Ricardo Molina en la sede de la Real Academia de Córdoba su tercera conferencia sobre el escritor cordobés Dionisio Solís, que vivió a caballo entre el XVIII y el XIX. Nadie podía imaginar que el hilo del tiempo y del azar volviera a conectarme con aquel poeta, fundador del grupo «Cántico», muchos años después, cuando descubrí sus versos, y luego cuando en mi memoria de investigación del doctorado recuperé y analicé sus artículos periodísticos.

Esa misma tarde, el reverendísimo obispo fray Albino asistió en la iglesia de la Compañía a la misa que cerraba el solemne triduo ofrecido por la Congregación Mariana a su fundador, el beato Marcelino de Champagnat. Ya por la noche, en el Hogar Juvenil San Fernando, hubo junta general de la Legión de Guías y Cadetes del Frente de Juventudes para debatir sobre la consigna de la semana: «Fe y lealtad al mando y perseverancia en el servicio».

Por lo demás, en el escalafón taurino mandaban los dos Antonios, Bienvenida y Ordóñez, y los caballeros rejoneadores Carlos Arruza y Ángel Peralta. A Jaime Ostos, Malaver, Julio Aparicio, Joaquín Bernadó, y los novilleros Victoriano Valencia, y Chamaco les quedaban todavía unas temporadas para cuajar.

Sí, circunstancias.