viernes, 13 de septiembre de 2024

Helenismos III

 



4

Según el geógrafo Estrabón (64 a. C.—23 d. C.), los griegos crearon la onomatopeya βάρβαροσ (bárbaros) para referirse, de forma descriptiva, que pronto resultó hiriente, a quien hablaba «con una pronunciación difícil y de forma seca y ruda”1. Con el tiempo esa palabra amplió su semántica, usándose como «nombre étnico general» para señalar al extranjero, a quien no hablaba griego, especialmente al persa; también nombraba lo exótico, lo extraño. Posteriormente se creó el verbo βαρβαρίζω (barbarizo): hablar u obrar como los extranjeros; estar de su parte. También consideraban los griegos el barbarismo (βαρβαρισμόσ) un error lingüístico, imputable al conocimiento deficiente de la gramática, y para afirmar que algo era incomprensible utilizaban la pasiva del verbo barbaroo (βαρβαρόω), equivalente en voz activa a ‘convertir en bárbaro’. Finalmente, lo bárbaro estaba muy cerca de lo inculto e ignorante, de lo tosco, lo grosero, e incluso de lo salvaje.

Bárbaros, para los griegos, eran los romanos con su latín, que adoptaron la palabra para designar a los extranjeros, a quienes hablaban otra lengua distinta a la latina y a la griega. Consciente de cómo suena una lengua extraña a quien nunca la ha escuchado, el poeta latino Ovidio, durante su destierro a orillas del Mar Negro, escribió2: «Aquí soy yo el bárbaro, porque ninguno me entiende, y los tontos de los Getas se ríen al oír mis palabras latinas».

Los romanos también incorporaron a su lengua el barbarismus (vicio contra la pureza del lenguaje), las expresiones in barbarum modo y barbarice (a la manera de los bárbaros), el verbo barbarizar, el nombre Barbaria (cualquier nación distinta de Roma y Grecia), o el tecnicismo barbarolexis (empleo de una palabra extranjera en un texto latino).

Desde el siglo III d. C., cuando pueblos bárbaros, es decir, con lengua y cultura no grecorromanas, comenzaron a cruzar las fronteras del Imperio Romano, la palabra bárbaro amplió su significado al observarse la violencia y la destrucción que algunos de aquellos pueblos acarreaban a su paso. Así, el bárbaro, además de con extranjero, se relacionó también con la fiereza y la crueldad: los vándalos, por ejemplo, han dejado su huella léxica en vándalo (que comete acciones propias de gente salvaje y destructiva), en vandalismo (devastación propia de los antiguos vándalos; espíritu de destrucción que no respeta cosa alguna, sagrada ni profana), en el adjetivo vandálico o en el reciente vandalizar (maltratar o destruir una instalación o un bien público).

Que un término que designa una nación, un grupo étnico, una colectividad, aumente su carga significativa, asumiendo connotaciones relacionadas con el carácter, costumbres y cultura del grupo en cuestión, es un fenómeno semántico bastante frecuente en la lengua, y lo que en origen era un término neutro, objetivo, descriptivo —Ese hombre es extranjero, no habla nuestra lengua— acaba cargado por el diablo del racismo y del nacionalismo, como ocurre en nuestros días con las palabras negro, moro, gitano, musulmán, inmigrante… en boca de ultraderechistas y nacionalistas a ultranza.

Pero la lengua, en giros semánticos sorprendentes, es capaz de hacer lo grande pequeño y lo malo bueno, así la palabra bárbaro ha llegado a tomar connotaciones positivas en determinados contextos: el orador estuvo bárbaro. Un lengua viva nunca deja de sorprendernos con su poder creativo: lo que tiene connotaciones negativas, acaba invirtiendo su energía para transformarla en positiva.

En la escuela de mi infancia —recuerdo la viñeta, que se reproduce aquí—, los bárbaros del Norte se presentaban como «pueblos semisalvajes que procedentes del Centro y Norte de Europa invadieron a España en el año 409. Traían consigo a sus familias y sembraron la destrucción y la muerte a su paso». No obstantes las rudas costumbres y el carácter sanguinario, el autor de la enciclopedia Álvarez3 supo encontrar virtudes de estos invasores que calaron hondamente en los españoles: «su sencillez, su valentía y su aprecio al honor y la familia». ¡Bárbaro, don Antonio, magnífico! Nuestro ser colectivo, la identidad española, es huella fiel de aquellos bárbaros.

Esa imagen —como la de Atila y sus hunos— de gente armada, violenta y destructiva, no es sin embargo, la que encontramos en otros pueblos que se adentraron en la península por el Sur, llamados también bárbaros, es decir, extranjeros, bereberes o berberiscos por su algarabía, por su lengua árabe. Curioso este triplete léxico —bárbaro, bereber, berberisco— de abuela griega, introducido en el castellano por doble vía, latina y árabe. Con la peculiaridad, también, de que la vía árabe no ha aportado matices negativos, en correlación, sin duda con el carácter más pacífico de la invasión árabe —los bárbaros del Sur— que la europea.

Para sembrar, no la duda, sino el interés por nuestra lengua, por nuestro vocabulario, y también por nuestro imaginario sobre aquellos pueblos que entraron en la península ibérica durante la Edad Media, reproduzco a continuación un conocido poema de C. P. Cavafis4:


Esperando a los bárbaros


¿A qué esperamos congregados en la plaza?

Es que hoy llegan los bárbaros.

¿Por qué hay tan poca actividad en el Senado?
¿Por qué los senadores —sentados— no legislan?

Porque hoy llegan los bárbaros.
¿Qué leyes dictarían ya los senadores?
Cuando lleguen las dictarán los bárbaros.

¿Por qué el emperador se ha levantado tan temprano
y en la puerta principal de la ciudad está sentado tan solemne,
en su trono, y coronado?

Porque hoy llegan los bárbaros.
Y nuestro emperador está esperando para
recibir a su jefe. Incluso ha preparado
un pergamino para él. Y en él le ha conferido
nombramientos y títulos sin cuento.

¿Por qué nuestros dos cónsules y los pretores han salido hoy
con sus tocas recamadas de púrpura?
—¿Por qué esos brazaletes de tantas amatistas
y anillos de esmeraldas destellantes?
¿Por qué empuñan bastones tan preciosos labrados
maravillosamente en oro y plata?

Porque hoy llegan los bárbaros,
y esas cosas deslumbran a los bárbaros.

—¿Por qué los dignos oradores no vienen como siempre a lanzar
sus discursos, a soltar peroratas?

Porque hoy llegan los bárbaros,
y elocuencia y arengas les aburren.

—¿Por qué surge de pronto esa inquietud
y confusión? (¡Qué gravedad la de esos rostros!)
¿Por qué rápidamente calles y plazas se vacían
y todos vuelven a casa pensativos?

Porque ya ha anochecido y no llegan los bárbaros.
Y desde las fronteras han venido algunos
diciéndonos que no existen más bárbaros.

—Y ahora ya sin bárbaros ¿qué será de nosotros?
Esos hombres eran una cierta solución.


***

1 Estrabón, Geografía, 14.2.28.

2 Publio Ovidio Nasón, Tristes, V, X.
3 Antonio Álvarez Pérez, Enciclopedia. 3º grado. Ed. Miñón, Valladolid, 1958, p. 432.
4 C. P. Cavafis, Poemas. Traducción Ramón Irigoyen. Círculo de Lectores, Barcelona, 1.999, p. 51.


***

domingo, 8 de septiembre de 2024

Helenismos (II)

 

3

Recuerdo los palmetazos en la mano en la mañana de un lunes frío de invierno por no repetir al pie de la letra no sé qué regla ortográfica y sus excepciones. Recuerdo también cómo unos meses después, tras el cambio de maestro y de escuela, la parroquial de Gibraleón, anexa a la iglesia de Santiago, la maestra articulaba a la perfección en los dictados la uve labiodental de viña para distinguirla de la bilabial de barco, y la palatal elle de calle frente a la fricativa de yate. Mis dudas ortográficas desaparecieron: qué gozada escribir al dictado sin dudar caballo, maravilla, Sevilla, valla, baya, cayado, callado. Recuerdo todavía aquel sonido enfatizado, novedoso para mí, de la elle, dicho como a cámara lenta, que yo imitaba en voz baja llevando la punta de la lengua, no exactamente el ápice, a los alvéolos centrales, presionándolos, recreándome, notando cómo el aire salía por los dos lados de la lengua con una clara sensación de liquidez hasta que llegaba la vocal. Aprendí así la diferencia entre la elle y la ye años más tarde supe que en zonas rurales de Huelva se mantenía aún la antigua, medieval, distinción entre uno y otro sonido, y que la batalla oral1 estaba ganada siglos atrás por parte de aquella letra que lo mismo servía para un roto vocálico (la conjunción y, el adverbio muy, el verbo hay), que para un descosido consonántico (el relativo cuyo, aquella aya que ninguno de nosotros había tenido, el moderno adjetivo yeyé que Conchita Velasco nos hizo cantar a todos).

Sí, la i griega, la penúltima letra de nuestro alfabeto, tomada de los romanos, que no la conocían originariamente y acabaron usándola sólo para transcribir algunas palabras griegas en que la Y reproducía el sonido que corresponde a la u francesa (labios cerrados como para u, pero pronunciando i). El trazo de esa letra y procede de la ípsilon mayúscula, que los griegos tomaron de la vau de los fenicios y estos del signo del alfabeto hierático egipcio que representaba una maza. Era la i griega del yugo que recibía a los viajeros en la entrada de las ciudades y pueblos de nuestra posguerra. La del rítmico yunque en la fragua de Manolo el herrero. La de la yunta de mulas con que el padre de mi amigo Serranete labraba su olivar, o la de las yeguas en las carreras de cintas durante las fiestas de mayo. La de los mecheros de yesca y de los sacos de yute con alubias y garbanzos. La i griega de las temidas inyecciones, de la yema de los huevos pasados por agua y de los hoyos de aceite con azúcar para la merienda.

Para los pitagóricos, la Y representaba simbólicamente la vida, la disyuntiva que marca nuestro destino: durante un tiempo, todas las personas seguimos un mismo camino hasta llegar a un punto, una edad, en que hemos de elegir, o bien el camino de la derecha, lleno de obstáculos y dificultades, que exige sacrificio y abnegación, y nos conduce a la virtud, o bien el camino de la izquierda, que supone entregarse a la pereza y a lo sensual, y nos empuja al «abismo de los vicios»2..


La i griega es más que un trazo —grafema o letra—, guarda memoria de la infancia, de los años de aprendizaje de las primeras letras, marca también nuestro ser moral, nuestra ética, pues vivir implica decidir, optar entre alternativas, orienta el sentido de nuestro vivir, configura, en definitiva, la escritura de nuestra existencia.

***

1   Salvo algunos residuos testimoniales, el español de España y de Hispanoamérica se caracterizan por el yeísmo, es decir, por la desaparición de la diferencia fonológica entre la consonante lateral palatal y la fricativa palatal sonora, de manera que, en la pronunciación, no se distinguen palabras como callado y cayado. (RAE)

2   Gregorio Salvador, Juan R. Lodares, Historia de las letras. Espasa Calpe, Madrid, 2001, p. 347.


jueves, 5 de septiembre de 2024

Helenismos (I)

 1

Leí por primera vez la expresión en griego antiguo Molòn labé (Mολὼν λαβέ), hace apenas dos meses, en un texto de Emilio Lledó, y vuelvo a encontrármela al hacer una consulta sobre la palabra lacónico, que nombra al laconio, o laconia, habitante de una región de la antigua Grecia, y también a lo breve, a lo sucinto y compendiado. De una respuesta. De un mensaje. De un estilo o forma de hablar. Lo lacónico está muy cerca del lo bueno, si breve, dos veces bueno. ¿O breve? El lacónico, o lacónica, va al máximo de reducción. Al mínimo de palabras. Un recurso retórico que todos utilizamos.

El Molòn labé del párrafo anterior suele traducirse como Ven y tómalas, lacónica pero valiente y empoderada respuesta del rey espartano Leónidas al embajador del rey persa Artajerjes, que había pedido al ejército laconio la rendición y entrega de las armas. Maravilla de respuesta. Al invasor. Al Putin de aquellos tiempos. Luego, la famosa batalla de las Termópilas. Y la victoria de los invadidos. La capital laconia era la disciplinada Esparta.

Molòn labé, ven y tómalas. No lo olvidemos. Porque es aplicable hoy día y en todos los órdenes de la vida, el dórico, el jónico y el corintio. Ven y tómalas. Es la valentía. La disposición ciudadana a la lucha contra la injusticia, contra el egoísmo capitalista, contra el disparate político. Como Leónidas. Como leones.

Otro ejemplo de breve pero contundente y clara semántica recibió el rey Filipo II de Macedonia, que a su mensaje —Si invado Laconia os arruinaré para siempre— le contestaron con un lacónico, condicional, si. Sin tilde.

¿Rasgo de carácter colectivo: timidez, cortedad, dejadez? ¿Estricta aplicación del principio de economía de la lengua? ¿Ingenio y capacidad de síntesis? ¿Firme oposición a la palabrería?

2

Los antiguos griegos también tenían su Lepe, o su Fernán Núñez, es decir, el lugar típico, tópico, para sus chistes de aldeanos y campesinos. Ante los cultos y refinados señoritos atenienses, los habitantes de la región de Beocia, cuya capital era Tebas, pasaban por palurdos ignorantes, gente zafia y sin instrucción, y así, con esa acepción despectiva, figura el adjetivo «beocio» en nuestro diccionario académico: ignorante, estúpido, tonto.

La Beocia era una región de economía agrícola. En Atenas, en cambio, prosperaban los comerciantes. Además del tópico clásico, que contrapone la vida en la aldea y la vida en la ciudad, en este menosprecio ateniense por los beocios interviene un componente ideológico y quizá una revancha, un desquite, por la actitud de sus vecinos en el pasado. Lo ideológico tiene que ver con el conservadurismo beocio, con su apego a la tierra, con su filisteísmo, con su renuencia al cambio, a lo novedoso, como prueba que Beocia adoptara la democracia dos siglos más tarde que la región ateniense. En cuanto al desquite, los atenienses consideraron a los beocios unos traidores a la causa panhelena, cuando se creó la liga de ciudades, capitaneada por Atenas, para enfrentarse al invasor persa. Los beocios se avinieron con los persas precisamente para que estos no acabaran con sus cultivos. De ahí los chistes de los atenienses sobre la torpeza y cerrazón mental del beocio, que ha perdurado hasta nuestros días.

En descargo de Beocia, digamos que no resultó tan ignara como los atenienses la pintan, pues allí nacieron poetas como Hesíodo, Corina, Píndaro o Plutarco, y el general Epaminondas, quie llevó a Tebas a su máximo poderío y esplendor. Beocio tebano es asimismo el ciclo temático que sirvió de inspiración a Esquilo, Sófocles y Eurípides para sus tragedias sobre las guerras tebanas o sobre el desdichado rey Edipo.