Cualquiera que se acerque a la vida y la obra de Franz Kafka, pronto comprenderá los tres matices que alimentan semánticamente el adjetivo «kafkiano». No tiene el mismo significado en la frase «la obra kafkiana está escrita en alemán», que en «es un cuento muy kafkiano», o que en «el sistema judicial kafkiano». En el primer caso, el adjetivo se refiere a un texto perteneciente a Franz Kafka; en el segundo se infiere que la obra de alguien que no es Franz Kafka se parece a lo escrito por el autor checo; en el tercer caso, «lo kafkiano» remite a un sistema o institución compleja, intrincada, con su dosis de absurdo, que provoca una sensación de angustia.
En mis lecturas preparatorias para esta miscelánea que es El pisapapeles de Karlsbad he encontrado más de una vez, sobre todo en reportajes, crónicas periodísticas y entradas de blog, la palabra en cuestión, –kafkiano / kafkiana– para referirse al largo y azaroso proceso de conservación y transmisión de los manuscritos kafkianos.
Después de viajar en la maleta de Brod desde Praga hasta Tel Aviv, de pasar unos años en el archivo privado de Salman Schocken en Jerusalén y luego en la caja de seguridad de un banco de Zúrich, el manuscrito de El proceso acabó en la casa de subastas Shoteby’s, de Londres, uno de cuyos empleados viajó con el manuscrito guardado en una bolsa de compras desde Londres a Nueva York, Tokio, Hong Kong y de vuelta a Londres.
Las cartas de Kafka a Milena Jesenská, escritas entre abril de 1920 y el verano de 1923, fueron entregadas por ésta a su amigo Willy Haas en la primavera de 1939, poco antes de la ocupación nazi de Praga. Antes de huir de la ciudad, Haas entregó el paquete de cartas a unos parientes. Apresada por la Gestapo, Milena Jesenská murió el 17 de mayo de 1944 en el campo de concentración de Ravensbrück. Willy Haas pudo regresar a Praga en 1945, una vez terminada la guerra, recuperó las cartas y las publicó en 1952.
Las cartas a Felice Bauer viajaron con ella desde Berlín a Estados Unidos. En 1956, Bauer las vendió a Schocken Books por 8.000 dólares. Las cartas se fotocopiaron y microfilmaron, pero sin identificar las cartas con los sobres, que fueron vendidos aparte. Posteriormente, el lote fue subastado en Shoteby’s en 1987 por 605.000 dólares a un comprador anónimo europeo que hizo la puja por teléfono.
En la actualidad, hay originales de Kafka en el Archivo de Literatura Alemana de Marbach (Alemania), en la Bodleian Library de Oxford (Reino Unido), en el Museo Franz Kafka de Praga (República Checa), en la Biblioteca Nacional de Tel Aviv (Israel), y en paradero desconocido.
Creo que al recorrido de la mayoría de los manuscritos reunidos por Max Brod en el verano de 1924, tras la muerte de Kafka, y desperdigados ahora, le cuadra mejor el adjetivo «azaroso», hijo del azar y de la casualidad, aunque a uno se le viene el raro y peregrino polisílabo culto «vicisitudinario», que a través de su sustantivo lo transporta a un cine de verano de su infancia, quizás en Gibraleón, a la película de Jean Paul Belmondo y Ursula Andress en que descubrió aquella palabra que hilaba una tras otra adversidades e infortunios del protagonista, Las tribulaciones de un chino en China (la negrita es mía).
La historia de los manuscritos kafkianos no es kafkiana, no provoca angustia ni desazón existencial, sino vivo interés y curiosidad, y admiración por las personas que de una manera u otra han contribuido a conservar y transmitir el legado del autor de La metamorfosis. Despiertan también estas historias al detective que uno lleva dentro, que va encontrando hilos aquí y allá, alegrándose cuando casan, sorprendiéndose ante inesperados giros y descubrimientos, o asumiendo la pérdida irremediable de otros. Peripecias librescas al fin, andanzas y correrías literarias que convierten estos manuscritos kafkianos en auténticos personajes capaces de alimentar las más nobles pasiones, como también las más descaradas mentiras y deslealtades.
Ensartadas, en extraordinaria sucesión, inverosímiles a veces, estas historias más que kafkianas son rocambolescas, nos atrapan en su intriga como aquellas películas francesas de nuestra infancia en el cine de verano, quizá en Gibraleón, quizá ya en Córdoba, con aquel Rocambole de guante blanco que salía triunfante de las situaciones más difíciles. Así los manuscritos y originales de kafkianos, que no han dejado de llegar a nosotros desde aquel lejano 1924, en que la hermosa traición de un amigo impidió su quema y desaparición.