martes, 8 de diciembre de 2009

Tópicos profesionales

—Es más flojo que la chaqueta de un guarda —sentenciaba mi madre cuando hablaba del gandul de Fulanito, de un holgazán. Otras veces era la vecina cotorra, que charlaba más que un sacamuelas, o mi padre, a quien recriminaba porque fumaba más que un carretero, o bien un pobre hombre desmedrado, que había pasado en su vida más fatigas y más hambre que un maestro de escuela.

Desde nuestra infancia venimos oyendo dichos sobre las más diversas profesiones: médicos, abogados, boticarios, taberneros, comerciantes, políticos, camioneros, guardias civiles, reyes, obispos y monjas, albañiles, notarios, sastres, jueces, mecánicos, funcionarios... No creo que haya ninguna que se salve. Sin embargo, hasta que no empecé a frecuentar este pueblo, nunca había oído tópicos de esta clase sobre el gremio zapatero, aunque es verdad que de uno que tenía su tabuco y asiento en la calle Altillo del Campo de la Verdad había cogido hilos en casa y en boca de los vecinos y sabía que a veces le daba al mollate y soltaba voces e impertinencias al primero que le llegara con unas tapas para recomponer.

En improvisadas tertulias de sobremesa al amor del brasero o tomando el fresco de la noche en el patio durante el verano, más de una vez nos ha entretenido y hecho reír Juana, mi suegra, contándonos anécdotas de su infancia y mocedad, cuando esta misma casa en que vivimos era la taberna de Lunares, su padre; la taberna tenía también algo de abacería con sus sacos de legumbres, sus latas de conservas, su cuba para el vinagre y sus piezas de bacalao; su algo de ultramarino, con el saco de café, y su poco de mercería, droguería, papelería y cordelería, con sus tintes y sus brochas, sus cuadernos y sus plumines de palillero, con sus madejas de cabos de cáñamo y sus cuerdas trenzadas para los carros y las caballerías. Algunas de estas anécdotas se referían a los menestrales de la lezna y el cerote...

Imagen: http://gremios.ih.csic.es/artesanos/images/stories/Ilustraciones/zapateros_b.jpg

Imaginemos una tarde como esta misma en que escribo, una tarde de hace muchos años, allá por los cuarenta. Una tarde fría y gris de otoño, con el silencio señoreándose por las calles solitarias del pueblo, iluminadas apenas por tristes barras de luz escasa y titubeante. Desde las chimeneas de las casas se elevan apacibles penachos de humo que pronto se disuelven en la penumbra neblinosa. Pronto será noche cerrada. A esta hora acuden los vecinos con su platillo de aluminio a comprar unas sardinas y unos tomates en conserva para la cena. La niña, Juana, ayuda a su padre a despachar. De vez en cuando echa una mirada risueña al rincón en que dos viejos compadres llevan bebiendo desde mediodía.

—Hoy han holgado, otra vez celebran San Crispín —le dice con sorna a una vecina que ha venido a por una pila de petaca, señalando con la cabeza el rincón de los bebedores.

Antolín y Pelele son zapateros; uno tiene su chiscón junto a la taberna, pared con pared; el otro, Antolín, en el barrio de abajo, detrás de la iglesia. Los compadres beben y guardan silencio. De la conversación chispeante de las primeras copas, de la exaltación de la fraternidad del gremio, de las jotas picantonas y de las murgas carnavalescas, Antolín y Pelele pasaron a las fatalidades de la vida y a los días de antaño, cuando eran jóvenes y se iban a comer el mundo. Entre bromas y veras, entre una copa y otra copa, el corazón se les ha ido poniendo turbio de malenconía, el pesar se desanuda en sus gargantas y prorrumpen en beodos sollozos que no disimulan acodados en el mostrador de madera.

—Es hora de echar el cierre, cada mochuelo a su olivo —ordena Lunares, y los compadres, sin rechistar, gachas las cabezas y los hombros, salen de la taberna dando camballadas.

—¡Usa, Pelele!—grita Pelele a la puerta de su casa, subiéndose con los antebrazos la cintura del pantalón. Cuando entra en la casa, cierra la puerta, abre el postigo y asomado a él empieza a cantar y a cantar. Pasará así unas cuantas horas.

Antolín enfila con torpes pies la suave pendiente abajo del callejón Cantero, se apoya con la mano izquierda en las paredes, de vez en cuando se detiene, incapaz de dar un paso, abiertas las piernas encorvadas, balanceándosele el cuerpo hacia adelante y hacia atrás, hasta que es capaz de extender los brazos hacia adelante y logra seguir otros cuantos pasos. Cuando consigue llegar a su casa, se echa a dormir delante de la candela y allí pasa la noche, sin moverse, como si hubiera caído muerto. La madre, acostumbrada ya, cierra la puerta y se mete en su dormitorio con un rosario en la mano.

No es la primera vez que estos compadres zapateros agarran una moña. Tienen fama de borrachines, pero no son los únicos del gremio, el refranero popular lo atestigua. En la memoria del pueblo todavía perdura la coplilla dedicada a nuestros dos camaradas:

Antolín y Pelele
se acuestan juntos,
porque dicen que les da miedo
de los difuntos.

Lo que me ha hecho escribir sobre estos zapateriles homenajes a Baco, no es ya haberlos descubierto tarde, ni haber escuchado historias más o menos figuradas de remendones de este pueblo, sino comprobar que en otras latitudes, y ya desde antiguo, el gremio que tiene por patrón a San Crispín, goza de la misma fama: la otra noche, leyendo unos cuentos de Chéjov me encontré con estas palabras en boca del coronel Pedro Ivanovich, que entretiene a unas señoritas con el relato de sus aventuras juveniles: “Yo me había atiborrado de vodka y me encontraba borracho como cuarenta mil zapateros”, expresión rusa que equivale a nuestro castizo “borracho como una cuba”.

Pobres zapateros, ni en Rusia se libran de este sambenito.

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