martes, 7 de diciembre de 2010

Cada cual con su quimera


Bajo un inmenso cielo gris, en una inmensa llanura polvorienta, sin caminos, sin hierba, sin un cardo, sin una ortiga, me encontré con varios hombres que caminaban encorvados.
Cada uno de ellos llevaba a la espalda una enorme Quimera, tan pesada como un saco de harina o de carbón, o la impedimenta de un soldado romano.
Pero la monstruosa bestia no era un peso inerte; por el contrario, envolvía y oprimía al hombre con sus músculos elásticos y poderosos; se asía con sus dos enormes garras al pecho de su montura; y su fantástica cabeza coronaba la frente del hombre como uno de aquellos cascos horribles con los cuales los antiguos guerreros pretendían aumentar el terror en su enemigo.
Interrogué a uno de aquellos hombres y le pregunté a dónde iban así. Me respondió que no lo sabían, ni él, ni los otros; pero que sin duda iban a alguna parte, porque se sentían empujados por una irresistible necesidad de caminar.
Cosa curiosa: ninguno de estos viajeros parecía irritado con la bestia feroz colgada de su cuello y pegada a su espalda; se diría que la consideraba parte de sí mismo. Ninguno de aquellos rostros fatigados y serios reflejaba desesperación alguna; bajo la cúpula hastiante del cielo, los pies hundidos en el polvo de un suelo tan desolado como el cielo, caminaban con el aspecto de los condenados por siempre a esperar.
Y el cortejo pasó a mi lado y se perdió en la atmósfera del horizonte, por donde la superficie redondeada del planeta se oculta a la curiosidad de la mirada humana.
Y durante unos instantes me obstiné en querer comprender aquel misterio; pero pronto la irresistible Indiferencia se abatió sobre mí, y me sentí más agobiado que ellos con sus opresivas Quimeras.


Goya, Capricho nº 42

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