martes, 30 de octubre de 2012

Mañana de recogimiento en La Gavia


            Localizó los aperos —rastrillo, escoba de jardinero, pala y espátula, azada, escardillo, horca, legona, almocafre de corazón; la hoz, oxidada, se quedó junto al bambú— desperdigados, y los juntó al pie del mismo olivo.
Recogió las cañas —ay, mulata, no eran d’asúcar, como tú —, las seleccionó, las ató en haces y las dejó debidamente dispuestas fuera del cobertizo.  
Buscó luego y recogió piezas del riego: empalmes, llaves de paso, goteros de lápiz, trozos desechables y aprovechables. Amontonó sobre el banco de trabajo dos serruchos oxidados, martillos (de mecánico, de carpintero, de herrero), unas tenazas y cuatro o cinco destornilladores, planos y de estrella.
Metió en una bolsa de basura jirones de plástico negro, trozos inservibles de rafia negra, arandelas de goma partidas por la presión y por la cal, gurruños de alambrillo, bridas cortadas.
Clasificó los sobres y los cartuchos con simientes.
Acercó la leña menuda al mismo rodal.
            Saludó al vecino, el tío Domingo, hablaron de los ajos, de las patatas, de la faena que nunca falta  y del dulzor de las almendras.
            También dejó ordenados por tamaño los tiestos vacíos y unas pocas de las innúmeras varillas de forja que se crían en las huertas, imprescindibles para marcar y trazar los bancales. Y retiró de los poyetes de la casilla guantes de trabajo, botes de caldo concentrado contra ácaros, pulgones y hormigas, y el de Tres en uno.
            Luego se lavó en la cubeta con agua del pozo. Qué frescor. Qué gozada.
            Mientras volvía a casa encendió la radio del coche.
—¡Me cago en la prima de riesgo y en el sistema financiero! —se sorprendió gritando, y apagó la radio y se lió con aquella del Compay Segundo.

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