martes, 26 de febrero de 2019

Biografía de las palabras


Las lenguas naturales no nacen con un diccionario bajo el brazo. Necesitan siglos para disponer de un corpus léxico reconocible y estable: el idioma español no nació en 1611 con el Tesoro de la lengua castellana, o española, de Sebastián de Covarrubias, ni siquiera en el siglo XI, con las glosas silenses y emilianenses, aquellas chuletas en que unos estudiantes de clerecía apuntaron la correspondencia de algunas palabras y expresiones latinas en su lengua materna oral —“una prosa en román paladino / en el qual suele el pueblo fablar a su veçino”, como aclara Gonzalo de Berceo en su Vida de Santo Domingo—, que venía de siglos atrás y que no era ya latín ni castellano aún.
             Las palabras, como las personas, tienen biografía. Más larga o más corta, más discreta o más pública, más humilde o más ostentosa.
Las palabras, como las personas, nacen, viven y desaparecen. Se crean cuando son necesarias, cuando el arte, la historia, la ciencia, la ley, la filosofía o la vida cotidiana han de nombrar algo nuevo —una técnica, una ideología, un hecho, una conducta, una idea, una herramienta—, y dejan de usarse cuando no lo son.
Igual que nos ocurre con las personas, mientras vivimos vamos viendo nacer y morir palabras. En la lengua también existe esa ley de vida.
            Por nuestra finitud, no vemos grandes cambios en el sistema, como el reajuste consonántico, por ejemplo, que comenzó en el siglo XIV con seis sonidos sibilantes y culminó en el XVII con la reducción a tres, pero sí asistimos a la creación e incorporación de nuevas palabras (neologismos) al diccionario —escanear, sororidad, emoticón, postureo, buenismo…— y al desuso progresivo y olvido generalizado de otras, convertidas en arcaísmos: ¿a quién le oímos hoy la palabra fetén, que yo usé a diario durante años, cada vez que mi padre me mandaba al quiosco o al estanco a por un paquete de tabaco?, ¿qué niño o niña dice que su madre o su padre le ha comprado un niqui o le ha hecho un saquito?, ¿a cuántas mujeres vemos hoy en nuestro país con un cántaro en la cabeza y un rodete?, ¿guardamos el pan en la talega?, ¿siguen las casas teniendo una alacena?, ¿un aljibe?, ¿seguimos usando un cobertor?, ¿el quinqué, o acaso el carburo? Todas estas palabras usuales en mi infancia son hoy arcaísmos. Cumplieron su función durante un tiempo y luego pasaron a mejor vida, o fueron sustituidas por otras que a la mayoría de hablantes parecieron más modernas, o más adecuadas, o más prestigiadas: genial —con qué vacua liberalidad se emplea hoy este término— jersey, que le ganó al pull over, depósito, edredón. Ley de vida.
Hace más de veinte años, un conocido de mi cuñado M., me hizo llegar la reproducción a escala de un carro, y un papel donde figuraban las partes del mismo y sus funciones. Con el tiempo y las mudanzas, el carro acabó desestructurándose y perdiéndose el papel, y la verdad es que no entoné un treno: ni la reproducción era una obra de arte, ni me pareció que debiera conservar aquel papel donde figuraban palabras que no iba a volver a oír en mi vida. Ya se encargarían los diccionarios y las enciclopedias de conservarlas, definirlas e ilustrarlas. Ocupar la memoria con palabras como pértigo, varal, tentemozo, pina, masa o bocín me parecía esfuerzo innecesario, pues estaba convencido de que nunca las iba a necesitar. Y si alguna vez ocurriera, siempre podría acudir a obras de arqueología lingüística. A pesar de lo que cantaba Manolo Escobar, no sentí la pérdida de mi carro ni la del papel adjunto.

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