lunes, 15 de julio de 2019

Lenguas vivas, palabras vivas


Las lenguas, salvo que ya estén muertas, son organismos vivos —como las personas, como los árboles—, en constante, darwinista, adaptación al medio: incorporan reglas, palabras y expresiones nuevas conforme avanzan los tiempos, y relegan otras por obsoletas. Lo peor que puede ocurrirle a una lengua —a una persona, a un árbol— es la anquilosis, el inmovilismo, convertirse en un organismo regido por un conjunto de rígidas normas, con un corpus léxico también cerrado, en que se juzga la expresión de los hablantes según se atenga o no a ese reglamento antinatural. No es el caso del español de nuestros días, que goza de buena salud.

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Imperialismo lingüístico: el inglés se cuela a diario en cualquier situación comunicativa, desde el supermercado a los noticiarios de radio y televisión, pasando por conversaciones en la terraza de un bar, diálogos entre adolescentes, videojuegos o mensajes de guasap. No hay que cerrar el paso a los préstamos lingüísticos, no hay que ser talibanes del español —por tirar de un préstamo persa—, integristas de la pureza del idioma. Eso es ir contra los tiempos, contra la Historia, que marcha hoy por el camino de lo anglófilo, de la mezcolanza y el intercambio de culturas.
Pero el ciclo hegemónico del inglés pasará, igual que ocurrió con el español, que  se hablaba en las principales cortes europeas del Renacimiento y con el francés de la nobleza rusa en el XVIII. Es el panta rei, el «todo pasa», el flujo heraclitano del devenir.

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Una lengua solo cumple su función —comunicar— cuando el usuario tiene a su disposición y usa en sus comunicaciones diarias un repertorio que le permite nombrar todo cuanto tiene dentro de sí y cuanto hay fuera de él. Cuanto más se nos quede dentro sin poder decir, porque la lengua no dispone de esas palabras, o sin saber decirlo, porque desconocemos las palabras adecuadas, peor: menos habremos dicho de nosotros y más infelices nos sentiremos.
Conocedores de los mecanismos internos de la lengua, poseedores de un vocabulario en constante crecimiento, capaces de expresar nuestros sentimientos, de perfilar con precisión nuestras emociones y estados de ánimo, de comunicar lo que pensamos sobre nosotros mismos o sobre los otros, de etiquetar con el aguijón acertado la catadura de tal político, el carácter de una vecina o la opinión sobre un profesional que nos ha atendido, así serían para mí los hablantes ideales en una sociedad bienhablada, en una república ideal, no la de Platón, que echó de ella a los poetas por mentirosos, por decir las verdades en metáfora.

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Uno de los procedimientos que tiene nuestro idioma para enriquecer el léxico es la revitalización, o sea, el darle nueva vida a una palabra que ya no se usa, asignándole un matiz significativo nuevo. Sí, reciclaje de palabras. Un ejemplo clásico es la revitalización del arabismo «azafata», que in illo tempore designaba a la criada de la reina que  “servía los vestidos y alhajas que se había de poner y los recogía [en un azafate] cuando se los quitaba”, y que hoy aplicamos a las personas que ayudan a los pasajeros de un avión, o de otro transporte público, y a quienes atienden a los participantes en conferencias, congresos y convenciones.
Ese procedimiento es el utilizado con la palabra «chacoloteo», que encontré en el primer tomo de La vuelta al mundo de un novelista, de Vicente Blasco Ibáñez. En la página 116 leemos: “Mi camarote, mudo hasta ahora, cobija en cada rincón blanco un duende que se divierte haciendo chacolotear maderas y hierros, con una estridencia que me enerva y corta mi sueño”. Por el contexto, es fácil entender que estamos ante un ruido producido por el entrechocar de las maderas y los hierros, pero la palabra es nueva y acudo al diccionario. Y me maravilla la especialización del término: “chacolotear: dicho de la herradura, hacer ruido por estar floja o faltarle clavos”. En el significado original de esta palabra, que es una creación imitativa, onomatopéyica, está esa limitación exclusiva al ruido de la herradura cuando está suelta. Qué finura y agudeza la del castellano. Cuando la toma el novelista valenciano, le añade un matiz, una acepción más: el golpeteo de madera con hierro. Y cuando utiliza la palabra por segunda vez, la aportación significativa es curiosa, sorprendente, exótica. Pasea el novelista por las calles del centro de Tokio y se asombra del rítmico ruido que producen al andar los chanclos de madera de los japoneses: “En las aceras de asfalto el paso de los transeúntes sostiene un continuo chacoloteo. Por encima del estrépito de los vehículos y los gritos de la muchedumbre resuena como un acompañamiento incesante, sirviendo de fondo a los demás ruidos, el chap-chap de miles y miles de pies, que al moverse levantan con los dedos su calzado de madera y vuelven a dejarlo caer” (228)”.
En esta segunda cita, ha crecido la semántica del vocablo, se ha ampliado a cualquier golpeteo sostenido, como el que produce, por ejemplo, mientras escribo, la barra metálica del estor, movido suavemente por la brisa, al percutir con el marco metálico de la ventana.



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