martes, 10 de noviembre de 2020

El campo de tiro y el cementerio (XLV)


A la vista del cementerio, Café. «¡Singular cartel —se dice nuestro paseante—, pero bien puesto para dar sed! Seguramente, el dueño de esta taberna sabe apreciar a Horacio y a los poetas discípulos de Epicuro. Puede incluso que conozca el refinamiento profundo de los antiguos egipcios, para quienes no había buen festín sin esqueleto, o sin un emblema cualquiera de la brevedad de la vida.»

            Y entró, bebió un vaso de cerveza frente a las tumbas y se fumó lentamente un cigarro. Luego le pudo la fantasía de bajar al cementerio —la hierba tan alta, tan invitadora—, en el que reinaba un muy rico sol.

            En efecto, la luz y el calor daban fuerte, y parecía que el sol ebrio se dejaba caer a todo lo largo sobre una alfombra de flores magníficas fertilizadas por la destrucción. Un inmenso rumor de vida llenaba el aire —la vida de los infinitamente pequeños— cortado a intervalos regulares por el crepitar de los disparos de un campo de tiro vecino, que estallaban como la explosión de los tapones del champán en el zumbido de una sinfonía en sordina.

            Entonces, bajo el sol que le calentaba la cabeza y en la atmósfera de los ardientes perfumes de la Muerte, oyó una voz que cuchicheaba bajo la tumba en que se había sentado. Y aquella voz decía: “¡Malditos sean vuestros blancos y vuestras escopetas, turbulentos vivos, que tan poco os preocupáis de los difuntos y de su divino reposo! ¡Malditas sean vuestras ambiciones, malditos sean vuestros cálculos, mortales impacientes, que venís a estudiar el arte de matar junto al santuario de la Muerte! ¡Si supierais qué fácil es ganar el premio, lo fácil que es alcanzar la meta, y cómo todo es nada, excepto la Muerte, no os fatigaríais tanto, laboriosos vivientes, y no turbaríais tan a menudo el sueño de los que desde hace mucho tiempo han dado en el Blanco, en el único verdadero blanco de la detestable vida!”


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