París es una ciudad soñada. Por eso es tan hermosa.
París de Baudelaire y de Verlaine, de Napoleón, de Víctor Hugo y de Marcel Proust. París de Alfred Jarry y de los vanguardistas, de los triunfadores y de los fracasados. El París de Voltaire y de los goliardos, el de Molière, el de Sartre y la Beauvoir. El París de los exiliados, el de la loca de Chaillot, el de las barricadas, el de la Bastilla y el de los adoquines del 68. El París de Juliette Gréco, de Moustaki, de Brassens. El París de la Resistencia, el de Óscar Wilde, el del affaire Dreyfus, el de Toulouse-Lautrec y el de Van Gogh. El París del Jorobado y del bandido François Villon. El París escueto de Kafka, el de Cortázar y el de Buñuel, el de Picasso, el de Rilke y el de Hemingway. El París de Baroja, de Rubén Darío, de los Machado, de Albert Camus, de Joyce y de Beckett…
Novelas, ensayos, poemas. Cuadros, películas, fotografías. París es la ciudad que otros nos han contado y en la que todos nos hemos imaginado alguna vez. Ese es el destino maravilloso de algunas ciudades: convertirse en lugares míticos que uno ama aunque no los haya visitado nunca, como tampoco ha estado nunca en San Petersburgo, en Troya o en Venecia, pero en cierta forma sí las conoce y sabe que son ciudades inmortales porque por encima de su existencia real alientan en las páginas de Tolstoi, de Homero o de Thomas Mann.
Ese París que se ha convertido en un género literario.
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