lunes, 25 de octubre de 2021

Kafka en París (y 2)


De haber estado más tiempo ‒la suma de sus dos estancias en París no va más allá de las dos semanas‒, ¿tendríamos hoy alguna página memorable de Kafka sobre la ciudad? No vamos a especular. La estadía más o menos larga no es la cuestión, sino lo que esta ciudad representaba para él. A Franz Kafka le aprovechaba poco la capital francesa. París no es ciudad kafkiana. Cosmopolita entonces como ninguna otra ciudad europea, con los atrevimientos de la modernidad y con su tradición revolucionaria, la ville lumière no alentó la creatividad, la imaginación, del joven escritor. Checo por nacimiento, Kafka es germánico por educación y por espíritu: Berlín era su meta personal y literaria, la ciudad de sus sueños, el lugar donde habría encontrado la profunda cueva en que encerrarse para escribir todo lo que le faltó por escribir.

Franz Kafka fue en París un turista más. Sus apuntes de aquellos días de septiembre de 1911 ‒oh, decepción‒ son prescindibles: nada aportan a la ciudad; nada aportan tampoco a su propia literatura, son meras notas testimoniales, interesantes sin duda para sus biógrafos, pero sin valor literario. Por esos apuntes sabemos que Max Brod y Kafka bajan en la estación de Lyon el viernes 8 de septiembre, que se alojan en el hotel «Sainte-Marie», en el número 83 de la calle Rivoli, a donde los conduce un coche de caballos; sabemos que Kafka enseguida se asoma al balcón de su habitación y observa el ajetreo matutino de la calle ‒París sin él‒, que por la tarde es testigo de un percance entre un automóvil y el triciclo de un repartidor de pan; sabemos también que esa misma noche abandonaron después del segundo acto una representación de Carmen en la Ópera Cómica, y que rendido por la caminata de todo el día se dio un pediluvio sentado en el borde de la cama: “ En las grandes calles de París se le descoyuntan a uno las piernas”, escribe al final de la primera jornada parisina.

En esta ocasión, las anotaciones en su cuaderno de viaje nos dan una idea muy completa de las andanzas de los dos amigos durante aquellos cinco días: el Louvre ‒unos días antes, el 21 de agosto, el carpintero italiano Vincenzo Peruggia, antiguo empleado del museo, había robado el cuadro de la Gioconda‒, la plaza de la Concorde, la torre Eiffel, Versalles, una representación de la Fedra, de Racine, en la Comédie Française, las orillas del Sena, los baños públicos junto al Pont Royal, algunas calles (Rue des Petits Champs, rue de Cléry) y bulevares (Sebastopol, Poissonnière), los cafés ‒el café-concierto «Ambassadeurs», el «Richelieu»‒, un paseo en barco; observaciones sobre la novedad de los taxímetros y de los restaurantes de comida rápida (Biard, Duval), de los grandes almacenes que venden a plazos (Dufayel), sobre el juego geométrico de las líneas en las fachadas de los edificios, en los tejados; reflexiones sobre el público de museos y teatros, comentarios sobre los personajes y actores, un panegírico sobre la organización racional de los burdeles parisinos, personajes que le llaman la atención ‒una vendedora ambulante de libros, unos niños que juegan a última hora de la tarde en los Campos Elíseos, unos obreros que cavan una zanja, la acomodadora de una sala cine y le pourboire (la propina)‒; nombres de establecimientos (Confitería del niño mimado. El céntimo del soldado: Sociedad Anónima), simples apuntes a vuela pluma, descontextualizados ‒“Lavanderas en bata por la mañana”, “Suelo con piedrecitas” o “aeroplano”‒, un malentendido con Max Brod a propósito del tiempo empleado por Kafka en lavarse la cara, y divagaciones varias: la posibilidad de que un matrimonio joven prospere abriendo un bar, posibles mejoras gastronómicas en los restaurantes de la cadena Biard, la felicidad de los cocineros y camareros cuando comen después del trabajo, la Venus de Milo, los desplazamientos en metro…

El día 13 de septiembre los dos amigos se despiden de París. Brod vuelve a Praga. Kafka toma el tren con destino a Erlenbach (Alemania), donde pasará cinco días en el sanatorio naturista Fellenberg, antes de incorporarse a su puesto en el Instituto de Accidentes del Trabajo. Durante su estancia en el sanatorio vuelve a los apuntes sobre París, reelaborando algunos apenas esbozados en su día, o introduciendo nuevas observaciones y escenas. Este último es el caso del percance de tráfico mencionado líneas atrás, que puede considerarse la única aportación parisina a la creación literaria kafkiana: la simple historia del leve choque entre un automóvil y un triciclo se va convirtiendo en un relato complejo ‒contado por un narrador omnisciente que recrea a la perfección, y con humor, el carácter de los dos conductores y el de los viandantes que han contemplado el incidente, o el del policía que aparece y redacta el atestado‒, en una de esas narraciones kafkianas que parten de una situación cotidiana, aparente insustancial, y acaban en el absurdo o en una angustiosa pesadilla para los protagonistas.

“Mi pequeña narración sobre el automóvil” llama Kafka en su diario1 a este relato de origen parisino, escrito en Erlenbach y quizá retocado en Praga, que Max Brod leyó al amigo Oskar Baum en presencia del propio Kafka. Como es de esperar, el nombre París no aparece en el relato, ni siquiera el de la plaza en que ocurre el incidente. Estamos ante uno de esos espacios urbanos, inconcretos, propios de las narraciones de Kafka, con cierto anclaje en la realidad, pero que actúan como espacios simbólicos, de alcance universal. Lástima que esta historia, como tantas otras bosquejadas en sus diarios y en sus cartas, quedara interrumpida, aunque incluso truncada ‒apenas cuatro páginas‒, muestra que una breve estancia no es óbice para generar unas páginas memorables. La calidad literaria no es cuestión de cantidad, sino de sensibilidad.

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1 Diarios, 5 noviembre 1911, 192.


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