sábado, 17 de septiembre de 2022

Fafner, la osita y el lobo

 

La instantánea1 recoge el momento en que inicia la maniobra para ocupar el asiento del conductor de un vehículo que parece pequeño para el hombrón de casi dos metros que, en la segunda fase de la operación, tras abrir la portezuela correspondiente, muestra su pierna derecha en ángulo de 90 grados apoyada en el chasis, antes de dejarse caer en el asiento. A la talla del individuo se añade la circunstancia de que es invierno y de que éste, sobre un jersey negro de cuello vuelto, se arropa con grueso abrigo de paño en espiguilla, lo que provoca en quien observa la escena una cierta sensación opresiva o de agobio. Por lo que se ve, el utilitario es descapotable, aunque en el momento de la fotografía la capota negra está desplegada. A la portezuela semiabierta le falta el espejo retrovisor, solo queda la varilla soporte que sujetaba la carcasa a la carrocería. Por lo demás, el hombre media la cincuentena, mira con franqueza a la cámara con sus ojos almendrados, no serio, pero tampoco risueño. Rostro ovalado y carnoso, rasurado, agradable. Patillas y pelo negro abundante, con un copioso tupé volcado hacia la derecha. La escena está tomada en una calle de París, en enero de 1969. El hombre de la fotografía es Julio Cortázar.

A veces los lectores contraemos deudas con un libro, o con un escritor, que tardamos años en saldar. Es lo que ha vuelto a ocurrirme hace unos días, al cerrar una línea que nació en el verano de 1983, cuando recorté de un ejemplar de Diario 16, del 23 de agosto de 1983, un artículo precioso de Julio Cortázar, titulado «El otro Narciso», protagonizado por un pajarillo que se ve reflejado en el espejo retrovisor del coche y quiere pasar al otro lado del azogue, donde está su propia imagen, que confunde con un semejante. No sabía uno entonces que Cortázar yacía postrado por la leucemia que se lo llevó unos meses después, el 12 de febrero de 1984.

Al día siguiente de enterarme de su muerte, recuerdo, presenté brevemente a mis alumnos al autor de Rayuela, y leímos y comentamos en clase el texto sobre el Narciso alado. Supuse, equivocadamente, que ese texto estaría incluido en uno de sus últimos libros, que acababa de aparecer en noviembre, Los autonautas de la cosmopista, y que me propuse leer en cuanto lo viera en una librería. Pero no ocurrió tal cosa en los años siguientes, y el libro se quedó sin leer.

Cortázar es un escritor muy pedagógico, pues sus textos dan mucho juego en las clases de lengua y literatura para captar la atención y fomentar la creatividad y el espíritu crítico de los estudiantes: el cómico «Por escrito gallina una» (La vuelta al día en ochenta mundos); el sorprendente «Apenas él le amalaba el noema» (Rayuela, cap. 68); las hilarantes «Instrucciones para subir una escalera», o las «Instrucciones para llorar», y otras Historias de cronopios y de famas; la estructura de Rayuela y la posibilidad de una doble lectura, lo que provocaba el debate sobre la modernidad y la tradición; la interacción entre realidad cotidiana y fantasía, o la facilidad con que la segunda irrumpe en la primera... Para mí, Cortazar está asociado al goce, al disfrutar a la vez con el lenguaje, con la historia y con el tono, al alegrarme los días como lector.

Lo primero suyo que leí fue La isla a mediodía y otros relatos, el volumen 94 de los cien que completaban la nunca suficientemente ponderada colección Salvat RTV, donde aparecían clásicos suyos como la agobiante «Casa tomada» o la historia parisina de Charlie Parker en «El perseguidor». Hice mi primera lectura de Rayuela siguiendo el tablero de dirección que aparece al comienzo de la novela. La segunda lectura fue tradicional, lineal. En París, en un apartamento de la calle Turenne, durante el verano de 2016. Son fechas y lugares que, tratándose de la Maga y de Horacio Oliveira, no se olvidan.

Tampoco se me olvida una mañana de diciembre de 2021 con lluvia y niebla en el cementerio de Montparnasse. Íbamos Mari y yo. Estaba precioso el lugar. Solitario. El suelo de las rotondas, calles y avenidas estaba tupido de hojas amarillas, igual que muchas lápidas. De vez en cuando, el vuelo de un mirlo o la silueta de un cuervo entre las ramas desnudas de un árbol recortándose sobre el cielo gris. Ante la tumba de Julio Cortázar y Carol Dunlop leí en voz alta, emocionado, mirando de frase en frase al cronopio que vino de la niebla, una de las instrucciones. Nos reímos. Nos abrazamos. Luego salimos del cementerio bajo el paraguas y volvimos a nuestro apartamento de la plaza de Aligre.

Hoy, mientras escribo esta entrada, me he levantado varias veces para mirar la fotografía de Cortázar subiendo al coche en una calle de París, y me he acordado de hace un par de semanas, cuando volvíamos de Cádiz por la autovía, y les hablé a Mari, a Concha y a Paula ‒Clara iba dormida‒, del libro que había comenzado a leer, precisamente Los autonautas de la cosmopista, que por fin había llegado a mis manos: el 23 de mayo de 1982, Carol Dunlop y Julio Cortázar, la Osita y el Lobo, salen de París con rumbo a Marsella en una furgoneta Volkswagen Combi de color rojo, llamada Fafner, como el dragón de Sigfrido, la ópera de Wagner; su intención es recorrer los ochocientos kilómetros sin salir de la autovía del Sur, o del Sol, haciendo dos paradas por día en áreas de servicio.

El resultado es este libro en el que encontramos informes diarios con horas de salida y llegada, menús, consideraciones sobre los habitantes y usuarios de la autopista, fotografías, observaciones “científicas” sobre las áreas de servicio, casualidades y misterios, espías, brujas, enigmáticos camiones y otros elementos que parecen conspirar para que los autonautas no logren su objetivo. Narrado y descrito todo con rigor realista, con humor y naturalidad, con buenas dosis de imaginación y de ternura, los viajeros logran encantar y complacer al lector que, finalmente, también sucumbe a la profunda melancolía y tristeza del «Post-scriptum».

Con la lectura de Los autonautas se cierra la circunferencia que empezó a trazarse en aquel verano del 83. No aparece el texto sobre el pajarillo que ve su imagen en el retrovisor, pero he recuperado el placer de leer a Cortázar, de comprobar que la realidad es más literaria, y más fantástica, de lo que suponemos, porque lo fundamental en literatura, y en arte, no es el tema, sino la mirada ‒singular, insólita‒, sobre la realidad. Y en eso, Cortázar es un mago.


________________________

1 Fotografía: Pierre Boulat. Getty Images.   


No hay comentarios: