lunes, 8 de abril de 2024

La zorra no puede disimular el hopo

Y recordaba con alegría aquel gusto candeal de los panes de su infancia. La frase está escrita a lápiz en el interior de la tapa trasera del tomo I de los cuentos de Ignacio Aldecoa. No aparece fecha ni autor, pero puedo asegurar que reconozco mi caligrafía y que la anoté después de la primera lectura de aquellas historias, algunas de las cuales me llevaban a mi infancia. Reconozco que la candealidad de aquel pan quizá sea más un recurso literario que pura realidad, aunque puedo asegurar también que no he vuelto a probar desde entonces hoyos de pan con aceite tan sabrosos como los que merendaba en Esparragal, ni vienas tan blancas y esponjosas como las que repartía con su triciclo por las mañanas el panadero en la calle Altillo.

Una de las razones por las que vuelvo de vez en cuando a los cuentos de Aldecoa es que presenta ambientes, personajes, situaciones que viví y conocí en mi niñez: la cuadrilla errante de segadores y su temor a que el viento pardo les llegue por la espalda, el niño que caza mariposas, pajarillos, ranas, ratas y lagartijas a las afueras de Madrid, en las orillas del Manzanares; la vida de un discreto héroe de barrio como el boxeador Young Sánchez, el triste futuro de la desangelada pareja de novios que protagoniza la Balada del Manzanares, la épica cotidiana de los trabajadores ferroviarios que evitan un choque de trenes, los personajes marginales que pueblan el callejón de Andín, la familia de emigrantes que habita una chabola en el Solar del paraíso.

Ese hilo que conecta a Aldecoa con mi infancia es también lingüístico. Leer a Aldecoa es descubrir una palabra vieja, un giro de argot, el aire campesino de un refrán, y celebrar el hallazgo, y meditar brevemente sobre el mundo nuestro de ayer y el de hoy, sobre el tiempo que cambia nuestra vida y nuestro decir. 


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