Una de las
cosas que echo de menos al no vivir en Córdoba es visitar librerías de viejo. Si
no recuerdo mal, hubo durante poco tiempo, quizá meses, una en la calle
Gutiérrez de los Ríos, entre la Plaza Almagra y El Realejo. Fui allí dos o tres
veces nada más. En realidad no era una librería sino un par de habitaciones sin
estantería alguna, con las ventanas cerradas, iluminadas solamente por el haz
de escasa luz que entraba por la puerta de la calle. El material, revistas y
periódicos sobre todo de los años 60, se amontonaba y desparramaba por el
suelo, siendo imposible no pisar el género ni salir con las manos y la ropa limpias
de polvo y telarañas. El regente, gitano, de unos cuarenta años, grandote de
cuerpo y con voz recia, me contó no sé qué problemas de alquiler con el dueño
del edificio. Quería deshacerse de aquellos papelotes cuanto antes. La primera
vez que entré en aquella calígine miré muy por encima, temeroso de que en
cualquier momento saltara algún roedor, pues por todos los rincones aparecían
sus características deyecciones y más de una de aquellas polvorientas revistas estaba
contumazmente ratonada.
En mi última
visita saqué de allí en una bolsa de plástico un Almanaque hispano-americano para 1916, con numerosas ilustraciones,
tres o cuatro ejemplares del diario Córdoba
de los años cuarenta, donde aparecían poemas y prosas líricas del «Grupo
Cántico», y una veintena de ejemplares del semanario Blanco y Negro, el más antiguo de junio de 1895, del 26 de mayo de
1935 el más reciente.
Guardo los números
de Blanco y Negro en un cajón, y de
vez en cuando saco alguno para entretener el rato. El ejemplar de hoy reproduce
en su portada un óleo sobre cartón del ilustrador madrileño Luis Palao. Se ve
el cañón destrozado de un barco de guerra, que muestra también otros daños de
proyectiles y metralla en su armazón de hierro. En segundo y tercer plano, un
infante de marina que parece huir de la explosión y corre con el fusil a la
espalda, dos sombras en el puente junto un
oficial que extiende el brazo derecho, no sabemos si ordenando a los hombres
que si dirijan allí, o señalando el lugar donde el enemigo ha vuelto a hacer
blanco, en último término el grumete, enviando mensajes con banderas.
El título de
la composición, «Avería grave», verbaliza cabalmente la situación que se vive
en el buque, pero si miramos la fecha, 16 de julio de 1898, ese par de palabras
es también una metáfora, certera, que explica la coyuntura histórica del país.
Ese mismo día, en Santiago de Cuba, el almirante Pascual Cervera firma la
rendición de la flota española ante el almirante estadounidense William T.
Sampson y los representantes de los mambises. En apenas 4 meses de 1898, del 21
de abril al 13 de agosto, España ha perdido la guerra contra Estados Unidos y
se ve obligada a firmar el Tratado de París, por el que cede la independencia a
Cuba, que será ocupada inmediatamente por Estados Unidos, a quien vende por 20
millones de dólares las islas de Puerto Rico, Guam y el archipiélago de Filipinas.
Salvo los
anuncios —Jabón Medicinal de Brea (para
lavarse la cara, el cabello, para afeitarse y curar enfermedades cutáneas).
Codorniu Champagne: Y rompe y desbarata cuanto al encuentro su ímpetu arrebata,
Chinchilla, 5. Doctor Garrido: consulta médica y farmacia para los despiertos. Luna,
6—, un par de chistes y una fúnebre composición lírica de Sinesio Delgado,
fundador de lo que hoy es la SGAE, todos los textos e ilustraciones de ese
número tratan sobre el famoso Desastre
del 98: oraciones en la festividad de la Virgen del Carmen por los
marineros muertos en Cavite y Las Antillas, elogio de los héroes anónimos que
dan su vida por la nación, noticias de la guerra en Filipinas (el heroísmo del
teniente Valentín Valera, la rebelión de los tagalos), fotografías del
desembarco yanqui en Cuba, el temor a que la flota estadounidense amenace la
costa española o los territorios en África, la presencia de la guerra en España
a lo largo de todo el siglo XIX.
Aparece
también un texto de doña Emilia Pardo Bazán, «El torreón de la esperanza», que parte
del cuento de Barba Azul y establece un símil entre la pobre Isaura, finalmente
salvada por sus hermanos, y los sufridos españoles, que estaban “descontentos de cuanto existe, y
andaban conformes en atribuir los males y decaimiento de España a los
individuos que figuran a la cabeza de la nación […] Urgía refrescar, variar el
personal; era llegado el instante de cambiar de baraja, estrenando una nueva,
tersa, reluciente, no sobada ni fatigada del uso”. Animados por el deseo de
cambio, los españoles trepan al torreón de la esperanza y aguardan expectantes que aparezcan en la lejanía los
triunfadores del porvenir: “Y otro clamor especial, de ironía y desencanto,
siguió al primero. Los de la hueste esperada, los de la hueste desconocida … no
eran sino aquellos mismos, aquellos
que desde hacía años lidiaban, resistiendo los embates de la censura y las
exigencias del descontento y del cansancio … Los mismos caudillos, los mismos
estadistas, los mismos artistas y literatos célebres”.
Sin
comentarios.
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