viernes, 13 de enero de 2017

La mujer salvaje y la señoritinga


Verdaderamente, querida mía, me fatigas sin medida y sin piedad; se diría, al oírte suspirar, que sufres más que una espigadora sexagenaria o que las viejas mendigas que recogen trozos de pan a la entrada de las tabernas.
Si al menos tus suspiros expresaran remordimiento, te honrarían; pero solo traducen la saciedad del bienestar y el agobio del reposo. Y además, no dejas de decir cosas inútiles: “¡Ámame, te necesito tanto! ¡Consuélame por acá, acaríciame por allá!”. Mira, voy a intentar curarte, quizá encontremos entre los dos la manera de hacerlo, en medio de una fiesta, y sin que nos cueste mucho.
Observa, te lo ruego, esta sólida jaula de hierro tras la que se agita, gritando como un condenado al infierno, sacudiendo los barrotes como un orangután enfurecido por el encierro, imitando a la perfección los saltos circulares del tigre, los bamboleos estúpidos del oso blanco, ese monstruo peludo cuya forma se parece muy vagamente a la tuya[1].
Ese monstruo es uno de esos animales a los que generalmente se les dice “¡mi ángel!”, es decir, una mujer. El otro monstruo, que habla a grito pelado, con un bastón en la mano, es un marido. Ha encadenado a su esposa como a una bestia, y la exhibe por los arrabales en los días de fiesta, con permiso de las autoridades, por supuesto.
¡Presta atención! ¡Mira con qué voracidad (sin disimular, quizá), despedaza conejos vivos y aves chillonas que le arroja su domador! ¡Basta!, le dice, no hace falta comérselo todo en un día, y con esta santa palabra le arranca cruelmente la presa, cuyas tripas vacías quedan un instante enganchadas en los dientes de la bestia feroz, digo, de la mujer.
¡Toma!, un buen bastonazo para calmarla, pues ella mira la carne con sus terribles ojos de codicia. ¡Oh, Dios!, el bastón no es de atrezo ¿no lo oís hundirse en la carne a pesar del pelo postizo? También los ojos le salen ahora de la cabeza, grita con mucha naturalidad. En su rabia, toda ella resplandece, como hierro al rojo vivo.
Tales son las costumbres conyugales de estos dos descendientes de Eva y Adán, de estas dos obras de tus manos, oh Dios. Esta mujer es indudablemente desgraciada, aunque a pesar de todo, quizá, no le sean del todo desconocidas las alegrías titilantes de la gloria. Hay desgracias más irremediables, y sin compensación alguna. Pero en el mundo al que ha sido arrojada, nunca ha podido creer que una la mujer merezca otro destino.
Ahora, entre nosotros, preciosa, al ver los infiernos de que está poblado el mundo, ¿qué quieres que piense de tu bonito infierno, tú, que solo reposas en telas tan suaves como tu piel, y que sólo comes carne cocinada que un hábil criado trocea para ti?
¿Y qué pueden significar para mí todos esos suspiritos que hinchan tu pecho perfumado, robusta presumida? ¿Y todas estas afectaciones aprendidas en los libros, y esta infatigable melancolía, hecha para inspirar al espectador cualquier sentimiento menos piedad? En verdad, a veces me dan ganas de enseñarte qué es la verdadera desgracia.
Al verte así, mi bella delicada, los pies en el fango y los ojos vueltos vaporosamente al cielo, como para pedirle un rey, se diría que ciertamente eres una ranita que invoca al ideal. Si temes al tronco[2] (eso que yo soy ahora, como bien sabes), detén la cigüeña ¡que te triturará, te tragará y te matará a placer!
Por muy poeta que yo sea, no soy tan cándido como podrías pensar, y si me cansas a menudo con tus preciosos lloriqueos, te trataré como a una mujer salvaje, o te arrojaré por la ventana como una botella vacía[3].



[1] La mujer salvaje es un personaje que se podía ver con frecuencia en los espectáculos de feria. En un artículo de Amédée Pommier, titulado «Charlatanes, juglares y fenómenos vivientes», aparecido en París, ou le Livre des dents et un,  podemos leer: “¡Hay que verlo, señoras y señores! ¡Un fenómeno único, admirable, indudable, incomparable! Una mujer salvaje que come carne cruda, como usted y yo la comemos cocinada!”. Bajo la firma de C. de Chatouvillle, pseudónimo de Nerval, en diciembre de 1948 leemos en Le Musée des familles la actuación de unos cómicos ambulantes en un pueblo del Orne: “Había allí una mujer salvaje que comía aves crudas, la carne y las plumas, que nos divirtió singularmente”.
 [2] Alusión a una de las fábulas de La Fontaine, Fables, Livre III, Fable n° 4:  «Les grenouilles qui demandent un roi».
[3] Este poema iba a ser escrito primero en verso, pero Baudelaire renunció a la forma versificada por el tono sarcástico de la composición.



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