Aunque ficción, la literatura es vida
en el sentido más puro: florecen pasiones, asistimos a derrotas y victorias,
constatamos tristezas, errores y alegrías. La conciencia, los instintos, la
sensibilidad, los triunfos y las frustraciones tienen la rienda suelta en los
libros. En la vida real, con frecuencia nos dejamos embridar, callamos, y vivimos
con nuestras orejeras. O con las de otros, y ya es grave la cosa. La literatura
nos ofrece pureza e intensidad. La realidad, medias tintas e inconveniencias.
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No se sale el mismo tras la lectura
del Quijote; algo cambia en nosotros después de Guerra y paz. La
lectura de las grandes obras es una experiencia que nos transforma y nos nace,
como diría Unamuno.
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Un escritor no tiene que inventar la
lengua, sino crear con ella.
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Primero
fue becqueriano. Luego, durante años, machadiano. También tuvo sus épocas
lorquiana, miguelhernandiana, cernudiana, y hasta senegalesa, la más confusa de
todas. Memorizó a fray Luis de León, tradujo a Horacio. Unos días se levantaba
gongorino, otros, quevedesco. Y siempre tuvo presente lo cervantino, lo ramoniano y lo
juanramoniano.
El pobre autor no se lo explica: tan
buenos maestros y tan mal poeta.
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Flavio,
procura olvidar cuanto antes las ofensas
que te hacen. No puede ir uno acumulando rencores y enconos: eso es malgastar
la vida, ir atravesados. Has de cultivar los buenos afectos; los malos,
desenraizarlos y dejarlos que se pudran fuera. Como la cizaña.
Para qué
agriar la leche de nuestra cántara. La mala leche solo produce bilis, halitosis
y flatulencias.
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La lengua
como encriptación y engaño: he ahí una forma del totalitarismo.
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