El soneto de Luis de Góngora a la ciudad de Córdoba. La “biblioteca”
de Séneca en los Jardines de la Agricultura. Antonio Machado en Baeza. En
Collioure. El convento de Teresa de Cepeda y Ahumada. La casa natal de Juan de
Yepes en Fontiveros. El número 54 de la calle Lepic, en Montmartre. La Beauvoir
y Sartre en la terraza de Les Deux Magots. La casa de Tristan Tzara. Max Aub en
el 3 de Cité Trevise. Los pasajes de Walter Benjamin. Los múltiples domicilios
de Charles Baudelaire. La imprenta del anarquista Laureano Cerrada en
Belleville. El café Le Floreal. La tumba
de Modigliani. La de Apollinaire. La de Édith Piaf. La de Negrín. Rilke en el
Jardin des Plantes. Juliette Binoche en la calle Mouffetard. César Vallejo en
París con aguacero. La placa en el número 13 de la calle de las Bellas Artes: “Oscar
Wilde, poeta y dramaturgo nacido en Dublín el 15 de octubre de 1856, murió en
esta casa el 30 de noviembre de 1900”. La galopada con Javier por el bulevar
Haussmann para retratarnos ante la casa en que vivió Marcel Proust. Las calles
de Rayuela. El café donde se rodó una
escena de Malditos bastardos. El café
de Amélie. James Joyce y Silvia Beach en la Shakespeare
and Company. Con Valle-Inclán en el Paseo de Recoletos. El Madrid galdosiano.
Los espejos de la calle del Gato. Rafael Cansinos Assens por el viaducto de
vuelta a casa …
Mi familia y los
amigos más cercanos saben de mi amor por los “homenajes”, por esos actos en
honor de hombre y mujeres, no necesariamente escritores, que de alguna manera
han estado presentes en mi vida. Una breve lectura, una canción, una flor, una
foto ante la casa en que vivió o murió, un puro recuerdo emocionado junto a una
placa o una escultura, son mis formas de agradecer a esas personas que hayan
escrito tal libro, hecho tal película, compuesto o cantado tal música, pintado
tal cuadro, construido tal edificio. Quién que haya leído el libro de Hemingway
no va a asomarse a la plaza de la Contrescarpe; quién que conozca los Poemas saturnianos o las Fiestas galantes no va a recorrer la
calle Cardenal Lemoine en busca del espíritu de Verlaine.
Hace unos días, en
Madrid, temprano en una mañana de domingo, cruzamos a la orilla oeste del
Manzanares y nos dirigimos hacia el Cerro de las Ánimas, en los altos de Carabanchel,
junto a la ermita y la famosa pradera de San Isidro. Nuestro primer destino era
la Sacramental de Santa María, patio de la Concepción, sección V, fila 2, número
439, donde está enterrado Alfredo Loewy y Porgés, un tío de Fran Kafka del que
hablaré en otra ocasión. Luego entramos en la Sacramental de San Justo para
visitar la tumba de Larra. Era la primera vez que hacía turismo de cementerio
en Madrid.
Los restos de Larra
están en el Panteón de Hombres Ilustres sufragado por la Asociación de
Escritores y Artistas, creada en 1871. El panteón es una construcción
semicircular con diez tumbas a ras de suelo. En el centro, en una hornacina
coronada por una cruz, esta inscripción en latín: BEATUS HOMO QUI INVENIT SAPIENTIAM.
La de Larra es la quinta por la izquierda y contiene además los restos de Ramón
Gómez de la Serna y de José Gerardo Manrique de Lara, que como presidente de la
Asociación supo buscarse un hueco en la posteridad junto a estos dos nombres
imprescindibles en nuestra historia literaria. Vanidad de vanidades. En las
tumbas a un lado y a otro, bien en soledad, en pareja, o en trío, reposa el
polvo de hasta 20 ilustres españoles: autores y actores dramáticos, poetas
líricos, novelistas, críticos literarios y el pintor romántico Eduardo Rosales.
Embargado,
confundido, por la emoción, en un primer momento pensé que en ese mismo lugar
donde nos encontrábamos se habían congregado hacía más de cien años unos cuantos
jóvenes de riguroso luto y brillantes sobreros de copa y uno de ellos leyó un
discurso en honor de Fígaro, acto que
consta en los anales de nuestra historia literaria como uno de los hitos
fundacionales de la Generación del 98. Pero no. Ya en casa, cuando redactaba
este artículo comprobé que el homenaje de los jóvenes regeneracionistas fue el
13 de enero de 1901, un año antes de que los restos de Mariano José de Larra
fueran trasladados desde el cementerio de San Nicolás (en la que hoy es calle
Méndez Álvaro, entre la estación de autobuses y la de Atocha) hasta la
Sacramental de San Justo, en Carabanchel.
El joven que leyó el discurso era un Azorín
anarquista de 28 años, que dejó testimonio del homenaje en el capítulo 9 de La voluntad. Junto al escritor
alicantino asistieron Ignacio Alberdi,
Camilo Barquieta, José Fuixá, Antonio Gil, Ricardo y Pío Baroja, que escribió
la siguiente crónica del evento.
LA TUMBA DE LARRA
El día trece por la tarde, aniversario de la muerte
de Larra, fuimos algunos amigos a visitar su tumba al cementerio de San
Nicolás. El cementerio este se encuentra colocado a la derecha de un camino
próximo a la estación del Mediodía. A su alrededor hay eras amarillentas,
colinas áridas, yermas, en donde no brota ni una mata, ni una hierbecilla. A los
lados del camino del Camposanto se levantan casuchas roñosas, de piso bajo
sólo, la mayoría sin ventanas, sin más luz ni más aire que el que entra por la
puerta. El día en que fuimos era espléndido, el cielo estaba azul, tranquilo,
puro. Desde lejos a mitad de la carretera, por encima de los tejadillos del
cementerio se veían las copas de los negros cipreses que se destacaban en el
horizonte de un azul luminoso. Llegamos al Camposanto; tiene este delante un
jardín poblado de árboles secos y de verdes arrayanes y una verja de hierro que
le circunda. Llamamos, sonó una campana de triste tañido, y una mujer y una
niña salieron a abrirnos la puerta. Enfrente de esta hay un pórtico como una
ventana semicircular en medio, con los cristales rotos; a los lados se ven las
campanas. Por encima del tejado del pórtico, de una enorme chimenea de ladrillo
salía una bocanada lento de humo negrísimo.
—¿Vienen ustedes a ver a alguno de la familia? —nos
dijo la mujer.
—Sí —contestó uno de nosotros. Entramos, cruzamos
el jardín, después el pórtico, en donde un enorme perrazo quiso abalanzarse
sobre nuestras piernas, y pasamos al primer patio. Un silencio de muerte lo
envuelve. Sólo de cuando en cuando se oye el cacareo lejano de algún gallo, o
la trepidación de un tren que pasa. Las paredes del patio, bajo los arcos,
están atestadas de nichos, abandonados, polvorientos; cuelgan aquí coronas de
siemprevivas, de las que no queda más que su armazón; allí se ven cintajos
podridos, en otra parte una fotografía iluminada, más lejos un ramo arrugado,
seco, símbolo de vejez o de ironía. En los suelos crece la hierba, hermosa y
fresca, sin preocuparse de que vive con los detritus de los muertos. La mujer,
acompañada de la niña, nos lleva frente al nicho que guarda las cenizas de
Larra. Está en el cuarto tramo, su lápida es de mármol negro, junto a él en el
suelo, se ve el nicho de Espronceda. Los dos amigos se descansan juntos, bien
solos, bien olvidados. En el nicho de Larra cuelga una vieja corona; en el de
Espronceda, nada. Nosotros dejamos algunas flores en el marco de sus nichos.
Martínez Ruiz lee unas cuartillas hablando de Larra. Un gran escritor y un gran
rebelde, dice; y habla de la vida atormentada de aquel hombre, de su espíritu
inquieto, lleno de anhelos, de dudas, de ironías; de sus ideas amplias, no
sujetas a un dogma frío e implacable, sino libres, movidas a los impulsos de
las impresiones del momento. Nos dice como desalentado y amargado por la
frivolidad ambiente, sin esperanza en lo futuro, sin amor por la tradición, los
desdenes de la mujer querida, colmaron su alma de amargura y le hicieron
renunciar a la existencia. Y concluye de leer y permanecemos todos en silencio.
Se oye el silbido de un tren que parece un llamamiento de angustia y de
desesperación. —Pueden ustedes ver lo demás —nos dice la mujer—; y siguiéndola
a ella y a la niña, bajamos escaleras y recorremos pasillos obscuros como
catacumbas llenas de nichos, adornados con flores y coronas y cintas marchitas.
La muerte pesa sobre nosotros e instintivamente vamos buscando la salida de
aquel lugar. Ya de vuelta en el jardín, miramos hacia el pórtico y nos ponemos
a leer un letrero confuso que hay en él. La mujer sonriendo, cogida de la mano
de la niña nos dice, señalando el letrero: Templo de la verdad es el que miras,
No desoigas la voz con que te advierte Que todo es ilusión menos la muerte.
—Eso es lo que pone ahí, adiós, señoritos. Y la mujer saludó alegremente,
después de recitar estos versos lúgubres. Y salimos, y nos fuimos encaminando
hacia Madrid. Iba apareciendo a la derecha el ancho tejado de la estación del
Mediodía, enfrente la mole del Hospital General, amarillento, del color de la
piel de un ictérico, a la izquierda el campo yermo, las eras amarillas, las
colinas desnudas, con la enorme desolación de los alrededores madrileños…
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