viernes, 14 de julio de 2017

Turismo literario (5)



Cuando vivía en Córdoba, visitaba con frecuencia las librerías de viejo y encontraba de vez en cuando algún tesorillo, como este del que hablaré hoy. Un golpe de suerte. Fue en la librería del soportal largo de la plaza de la Corredera. Curioseando en uno de los tableros que había en el soportal, entresaqué un pesado tocho en folio, le miré el lomo, lo abrí al azar, ojeé una página, lo cerré como si no me interesara y se lo tendí con las dos manos al librero para que lo tasara:
—Bah, a este escritor no lo conoce nadie. Dame veinte duros y es tuyo.
El libro lleva más de treinta años en mi biblioteca. De vez en cuando lo bajo del estante alto en que está y me entretengo leyendo unas páginas o simplemente mirando las ilustraciones, como he hecho en los días de atrás para ambientar esta suite sobre el turismo de cementerio. El libro en cuestión es el de las Obras completas de don Mariano José de Larra, publicado en Barcelona por Montaner y Simón, Editores, en 1856, con prólogo de C. Cortés e ilustraciones de José Luis Pellicer. Aunque poco manejable por su tamaño y peso, es un gusto leer en él y mirar los dibujos a plumilla.
Liberal, afrancesado, crítico con los malos usos y costumbres de sus paisanos, independiente y mordaz, Larra fue la conciencia del país. Como El duende satírico del día primero, después como El pobrecito hablador, luego en La revista española, en El español, y finalmente en El Mundo y el Redactor General, sus artículos costumbristas, políticos y de crítica literaria, lo convirtieron en referente inequívoco de la progresía, adalid de la renovación y modernización espiritual y material de la España de su tiempo. Ese fue precisamente el hilo de conexión con la Generación del 98, que trató de hacer lo mismo: regenerar espiritualmente la sociedad española e integrarla en la modernidad. A Larra, antes que a Unamuno, le dolía España: el absolutismo, el carlismo, la desaparecida libertad de imprenta, la mala literatura, la indolencia de los empleados públicos, la incultura y el embrutecimiento del vulgo, la fallida desamortización de Mendizábal, las leyes electorales, los enjuagues, chanchullos y corruptelas del sistema, los olvidados derechos del pueblo.
Larra fue un romántico sui generis, conjunción del pensamiento ilustrado de la centuria anterior y del liberalismo del XIX, y su carácter se define por contradictorias dualidades: espíritu aristócrático y defensor de la democracia, pasional y analítico, vehemente y calculador, alejado de las ensoñaciones y utopías románticas, pero con la esperanza de una España más justa y más libre.
¿Fue su vida sentimental —casado a los 20 años, mal y pronto, con Josefina Wetoret; separado a los cuatro años; los tres hijos del matrimonio viven con los abuelos paternos; relación con una mujer casada, Dolores Armijo, que decide romper definitivamente con el escritor— la que puso a Larra frente a un espejo de su casa para pegarse un tiro en la cabeza en la tarde del 13 de febrero de 1837? Objetivamente, parece una causa, pero quién sabe lo que bulle en la mente de un suicida. Visto así, Larra sería otro daño colateral del Werther de Goethe. Puede que la causa estuviera también en la situación a la que el propio escritor había llegado, al presentarse y ser elegido diputado por la provincia de Ávila, hecho que sus seguidores y oponentes políticos le afearon por considerar que se había pasado al enemigo, al gobierno al que combatía con sus artículos. Puede, en fin, que se tratara del llamado mal du siécle, del choque entre realidad y deseo, del desencanto profundo entre la vida tal como la imaginamos, y la vida tal como la encontramos y hemos de vivirla.
Ramón Gómez de la Serna tiene otra explicación del suicidio de Larra: “Hay un aguante limitado para todo escritor sensato. Si en vez de esos cincuenta artículos que escribió en su malograda juventud, hubiera publicado los centenares que se podían esperar de él, se le hubiera vuelto el público y tal vez la posteridad. ¡Qué duda cabe!
Aunque hubieran sido mejores que los otros y no hubiera habido nadie que los sobrepujara después. Hubieran sido demasiados. Por eso se sintió limitado y dio por acabada su obra y se mató.”
¿Qué hacen en la misma tumba un romántico pesimista y suicida, y un vanguardista alegre y luchador? ¿No son sus literaturas antípoda una de la otra? ¿Llevan bien la convivencia, o son matrimonio mal avenido y aprovechan lo más nimio para entrar en disputa? Creo que comparten algo central en su creación: el espacio literario: ambos son Madrid. Buena parte de los artículos de Larra y de los textos ramonianos están inspirados directamente por la capital. No tan cosmopolita e internacional como Lisboa, Londres o París, la provinciana Madrid es el centro del universo creativo de ambos escritores, que reflejan una ciudad viva en su trajinar cotidiano, aunque con cien años de diferencia. Comparten también el espíritu de rebeldía, el inconformismo con la estética literaria que se encontraron, el romántico afán de unir Vida y Literatura, nutriendo su literatura con su vida, alimentando su vida con literatura. 
Además de los trampantojos conmemorativos con los textos ramonianos, en la estrecha jardinera para depositar flores encontramos la figura de una bailarina moldeada en calamina, anónimo homenaje, sin duda, al gusto de Ramón Gómez de la Serna por los bibelots; había también un papelito poco más grande que un sello, hecho mil dobleces en el que un tal David (39 años) había dejado su greguería, y, finalmente, un papel enrollado a modo de pergamino en el que aparece el fragmento de un artículo de José Zorrilla sobre el poeta —imaginario— Pablo Guido.

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 (Texto original de José Zorrilla, publicado en el mensual No me olvides, 25 agosto 1836)


Un poeta no sería poeta, si primero no se fanatizara, y poco después para en la más completa locura. Un poeta, dice Pablo-Guido, pudiera medrar en el mundo social por su talento y llegar a ser un hombre bien acomodado, y vivir con tranquilidad; sin embargo sin sufrimientos, sin calaveradas, sin estravagancia no hay poetas. Una buena habitación, un bolsillo provisto de monedas, y un juicio cabal son los antípodas de un poeta. A pesar de esto, no hay un  cráneo de poeta, más poeta que el de Pablo-Guido. La fortuna le había quitado padres, riqueza, y cuanto podía darle algún oropel con que presentarse a los ojos del mundo, cuando le tocase la vez de representar en él un hombre. Dejóle cuatro hermanos menores que él, a quien no podía en manera alguna ayudar; en una palabra, a los quince años era un padre de familias, agobiado con todos sus cuidados, y destituido de todos sus recursos -era un hombre que ha caído en una laguna y enredados en el cieno los pies, tiene delante el agua que va a tragarle pocos momentos después. Pablo-Guido quiso meditar en su situación como un hombre, pero su corazón, que había sido formado para “algo”, le ayudó demasiado, y he aquí el momento en que empezó a delirar. Indolente por naturaleza, determinó no pensar más en su triste posición, para salir a cabo de ella. Se dedicó pues a la literatura para distraer la imaginación; halagóle la poesía; hizo unos malos versos, hízolos después buenos, sintió en el alma la suficiente energía para ser poeta, y fue poeta.










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