lunes, 28 de octubre de 2019

Bai to trapero (3)


Foto: Pérez Zarco

El origen de la lengua vasca se pierde en la noche prehistórica. Contemporáneos quizá de los tartesios, antes de que los celtas colonizaran el noroeste y los iberos la zona del Levante, antes de que los navegantes fenicios, griegos y cartagineses establecieran colonias en la costa mediterránea, mucho antes de que las tropas de Publio Cornelio Escipión configuraran los primeros asentamientos romanos de la península ibérica, los vascos ya estaban aquí. Con su idiosincrasia. Con su lengua.
            Las palabras más viejas de nuestro castellano actual, las matusalenes de nuestro diccionario, son precisamente palabras de origen euskaldún, y no piensen en rarezas léxicas, sino en vocablos tan cotidianos, tan en nuestros labios pedrocheños como ascua, cencerro, socarrar o chaparro. ¿No es admirable esta huella léxica? ¿No halláis  algo maravilloso, mágico casi, en estas palabras que llevan diciéndose, escuchándose, miles de años? ¿Os imagináis un viaje en el tiempo, y oír en boca de hombres y mujeres de hace tres mil años, el mismo nombre que nosotros le damos a la materia incandescente, a la esquila, al hecho de poner la carne al fuego, al árbol símbolo de nuestra comarca? Busque el lector en la Historia de la lengua española, de Rafael Lapesa, o en la wiki, ejemplos de vasquismos históricos y se sorprenderá. Y si no, piense en palabras y expresiones en vasco que se han hecho familiares a través de los medios de comunicación: lehendakari, Donostia, bildu, abertzale, kale borroka, pelotari, aurresku, aizkolari, ikastola, kokotxas, patxaran, ikurriña…
La huella euskalduna en la lengua castellana va más allá de unas cuantas palabras, está en el origen mismo de algunos fenómenos fonéticos que diferencian el romance castellano de los otros romances de la península —catalán, gallego, navarro-aragonés— y de fuera (francés, italiano, sardo, romanche y rumano). Para los especialistas en gramática histórica, es un hecho evidente la pervivencia del Rh vasco en la genética del idioma castellano: al sustrato vasco se deben, entre otros fenómenos, la transformación de la F- inicial latina en h- aspirada y posteriormente en h- muda (FACERE > hacer > acer); el sistema vocálico de cinco fonemas con tres grados de abertura (vocales abiertas, cerradas, medias); y el betacismo o ausencia de una v labiodental, que desapareció en la época medieval.
Por motivos sociales, políticos, económicos y culturales que no voy a pormenorizar, pero que todos conocemos o intuimos, el «sustrato vasco» no es solo cuestión del pasado, es más que unas pocas palabras antiguas o que unos hábitos fonéticos que influyeron decisivamente en nuestro idioma nacional. La presencia de lo vasco actual en los diversos aspectos de la vida nacional, es un hecho innegable —mucho mayor, por ejemplo, que la presencia de lo extremeño, lo asturiano o lo valenciano—, y a la herencia lingüística hay que añadir las trazas que en nuestros días la literatura, el cine, la pintura y la escultura, el deporte, la política, la gastronomía o el humor, y el amor, de aquellas gentes del Norte han dejado en cada uno de nosotros.

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Mi memoria personal de lo vasco arranca en Esparragal, una aldea de Priego a la que mi padre fue destinado a finales del 59. De los varios recuerdos, más o menos vagos, más o menos precisos, de los primeros meses en aquella aldea serrana, el más nítido, el más completo, el más alegre además, tiene que ver con un Norte que yo no sabía dónde estaba, porque no lo había visto aún en ningún mapa, y porque era pequeño para que me lo explicaran en la escuela, pero recuerdo los nombres: Guipúzcoa, Escoriaza, Zumárraga, Orbegozo, Uribe-Echevarría, que era el apellido de la tía Mari Nieves, casada con Rafael, hermano de mi madre. Recuerdo esperar el resplandor: estábamos a principios del verano, el tío Rafalín, que venía en coche desde el Norte, pasaría por Córdoba para recoger al abuelo Anselmo, y llegarían a Esparragal a primera hora de la noche. Mi madre, impaciente por la alegría de encontrarse con su padre y con su hermano, me dio la mano a última hora de la tarde y fuimos andando hasta las afueras de la aldea, a la carretera de Zagrilla, y nos sentamos en unas piedras esperando ver de un momento a otro el resplandor de los faros del coche tras una curva. A la alegre espera del primer rato sucedió la oscuridad de la noche cerrada y luego el silencio, y finalmente la preocupación, porque ninguna luz asomó por la carretera y era ya muy tarde: ¿les habrá pasado algo? Nos fuimos a casa. El siguiente recuerdo es de unas horas después, de noche aún, vestido yo de pantalón corto y camisa de manga corta, mi madre con una camisa de flores y una falda plisada beis que había ganado en un concurso telefónico de radio Priego, en la parte de atrás de un coche, mi abuelo delante y mi tío Rafalín conduciendo hacia Granada. Quizá fuese la primera vez que oía el nombre de esa ciudad. Fue mi primer viaje de turista. Mi primera vez de la luz limpia de Granada, de las murallas, del bosque, de los salones y del agua de la Alhambra, de los estanques y las flores del Generalife. Mi primera comida en un restaurante. Mis primeras fotos de niño con mi madre, con mi abuelo y con mi tío Rafalín. Cómo no iba a ser un niño feliz aquel día de junio del 60.
Mi tío Rafael marchó al País Vasco muy joven, no quiso ser guardia civil, como su hermano, como su padre, como sus tíos, como su abuelo, y pronto empezó a trabajar y a ascender en la empresa Orbegozo. Y aquí entra mi segundo recuerdo del Norte, este sí, más impreciso, porque se compone de las muchas veces en que mi madre nos habló de su primer viaje al País Vasco. Lo hizo con su padre, soltera aún. Siempre contaba las mismas historias: los paseos y los baños en La Concha, el funicular del monte Igueldo, la isla de Santa Clara, la familia de la tía Mari Nieves, el Cantábrico, los pueblecitos de costa, el partido de fútbol entre la Real y el Barcelona, y las piernas del rubio Kubala, al que ella animaba con entusiasmo, que marcó tres goles a los donostiarras. En aquel viaje vio por primera vez una televisión. En las fotos se la ve alegre, risueña siempre, guapísima como era, con poses de estrella de cine que veía en las revistas. Creo que fue la época más feliz de su vida.
Ligados a esos recuerdos que mi madre nos contaba vienen los de mis primos del Norte. Solían viajar a Córdoba una vez al año. Después de saludarnos, andábamos un rato callados, mirándonos, sabiéndonos distintos, sin el más remoto parecido de familia, pálida, blanca de leche su piel, traslúcida casi, morena, tostada por el sol la nuestra, distinta la manera de hablar, sus eses, sus tonos, sus pues, nuestras aspiraciones, nuestras vocales abiertas, nuestros seseos, hasta que poco a poco nos aunábamos jugando a la pelota o dando un paseo.

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