martes, 5 de noviembre de 2019

Bai to trapero (y 4)


Acertados o no, hirientes o elogiosos, los tópicos sobre los caracteres nacionales, sociales o profesionales, no han desaparecido en estos tiempos políticamente correctos y a cualquiera de nosotros, por el lugar de origen, oficio o edad, se nos estampa ya el marchamo generalista, se nos incluye en el molde fijo —el estereotipo— consagrado por la tradición, y se nos define con fórmulas reduccionistas aliñadas con los prejuicios del nacionalismo o del ombliguismo: los españoles son tal, los alemanes cual, los suecos tal y tal y tal; los políticos son esto, los funcionarios aquello, y los jóvenes lo de más allá.
No crean que estos tópicos son recientes y exclusivos de nuestro país: ¿por qué la palabra beocio, que nombra al individuo de una región de la Grecia clásica, sirve también para designar a alguien ignorante, tonto o estúpido? ¿Dónde nace la idea de que los pueblos del norte de Europa son poco inteligentes? ¿Quiénes consideraban a los holandeses como gente de entendimiento tardo? ¿Son los franceses codiciosos y fulleros los italianos? ¿Quién difundió la imagen de una España de la torería y la navaja en la liga? En todas partes, en todo tiempo, se cuecen habas.
Además de al carácter, a las costumbres o a la apariencia física, este considerar lo propio como lo mejor y ridiculizar lo diferente se ha aplicado también a la forma de hablar. Es lo que ocurrió, por ejemplo, con el teatro de los hermanos Álvarez Quintero, que caracterizaba como distinguido el seseo de la capital sevillana frente al palurdo ceceo pueblerino. O el tópico, por no salir de la misma región, que considera que los andaluces hablamos mal castellano.
En nuestra historia de la literatura encontramos sobrados ejemplos de este chanceo y búsqueda de la risa fácil a propósito de la manera de hablar de un personaje de determinado origen geográfico, como el sayagués y el vizcaíno. El primero es una figura cómica frecuente en el teatro del siglo XV al siglo XVII: el sayagués, que vivía aislado en esa región fronteriza con Portugal, entre Salamanca y Zamora, era un personaje torpe y grosero que se expresaba con dificultad fuera de su hábitat provinciano. El mismo efecto cómico se buscaba con la figura del vizcaíno —sinónimo de vasco— denominado Perucho, presente ya en la Tinelaria (1517) de Torres Naharro, en la Tercera parte de la tragicomedia de Celestina (1536), de Gaspar Gómez de Toledo, o en la Rosabella (1550), de Martín de Santander.
Esa tradición del vizcaíno que habla “en mala lengua española y peor vizcaína” la encontramos en el entremés cervantino El vizcaíno fingido y en Sancho de Azpeitia, a quien don Quijote deja turulato de un espadazo en el capítulo IX de la primera parte de la novela, aunque es verdad que Cervantes, cuando Sancho ejerce como gobernador de la ínsula Barataria, redime en parte su burla al presentarnos a un vizcaíno de buen entender y hablar:
“—¿Quién es aquí mi secretario?
Y uno de los que presentes estaban respondió:
—Yo, señor, porque sé leer y escribir, y soy vizcaíno.
—Con esa añadidura —dijo Sancho— bien podéis ser secretario del mismo emperador.”
La paremiología también ha recogido este prejuicio lingüístico sobre los vascos en el refrán En nao o en castillo, no más de un vizcaíno, que unos achacan al ánimo brioso de estas gentes norteñas, otros a que son caprichosos y se aúnan[1], y aquellos porque con su manera enrevesada de hablar castellano los vizcaínos dificultan las tareas colectivas.
Un remanente de ese tópico pasó a los diccionarios, de manera que la palabra vizcainada sirve para referirse a una serie de palabras mal concertadas[2], a una expresión mal construida gramaticalmente, como leemos en María Moliner[3], el sintagma a la vizcaína remite, según la RAE, no a una forma de preparar el bacalao sino al modo en que hablan o escriben el español los vizcaínos, y concordancia vizcaína señala una frase gramaticalmente defectuosa o incorrecta.
Y llegados a este punto, menester será que prestemos atención al título general de estas cuatro glosas vascuences, Bai to trapero, e indaguemos su significado. Oímos con nitidez esta frase en Gernika, uno de los últimos días del septiembre pasado, en boca de un adolescente. Se celebraba una carrera ciclista contrarreloj. Estábamos en la parte alta del pueblo, en el monte casi, en un puente sobre una calle empinada por la que pasó uno de los corredores, precedido de uno de esos coches multicolores forrados de pegatinas de marcas comerciales, con tres o cuatro bicicletas en la baca y unos altavoces que derramaban música reguetón por todo el valle. Bai to trapero, comentó con una sonrisa el adolescente a sus amigos. Al principio pensamos que era una frase en euskera, pero el trapero no nos encajaba. Le dimos vueltas por si era una frase bilingüe, pero tampoco cuadraba: bai significa «sí» en euskera: ¿Sí to trapero? ¿Eso quiso decir el muchacho? ¿Cómo había que interpretar ese to? Hasta que caímos: el «trapero» tenía que ver con «trapo», concretamente con la locución «a todo trapo», es decir, a todo meter, referida a un tiempo al volumen de la música, a la velocidad del coche y especialmente al ritmo del pedaleo del ciclista, que subía la cuesta como alma que lleva el diablo: Va ahí a todo trapo. Eso era lo que tenía en mente el chaval, la estructura profunda, que diría un chomskiano, pero entre el betacismo característico del euskera, la sinalefa entre la vocal del verbo y la vocal inicial del adverbio, más la traslación acentual —áhi en lugar de ahí; no es lo mismo andar por áhi, por cualquier lugar, que hacerlo por ahí, por un sitio determinado—, sumada a la pérdida de la consonante sonora intervocálica en última sílaba de palabra y a la reducción del hiato resultante, o sea, la conversión de «todo» en too y finalmente en to, que no funciona aquí como pronombre indefinido, sino que ha cambiado de naturaleza morfológica por un proceso de adverbialización, equivalente al ponderativo muy, a lo que se añade el tropo metafórico de naturaleza derivativa, con su dosis de creatividad —la frase hecha ir a todo trapo se ha innovado ir todo trapero, como ir a toda leche podría haberse transformado en ir todo lechero— al muchacho gernikarra le salió espontáneamente aquel Bai to trapero que llamó nuestra atención.
¿Todo, pues, aclarado? ¿Alguna duda sobre el castellano de los vizcaínos? Espero que no. Agur.



[1] Gonzalo Correas, Vocabulario de refranes (1627).
[2] Diccionario manual e ilustrado de la lengua española. Espasa-Calpe, Madrid, 1980.
[3] María Moliner, Diccionario de uso del español. Gredos, Madrid, 1983.

No hay comentarios: