En el mundo universitario de nuestros días, aquel uso romano se ha recuperado en la figura del profesor emérito, es decir, el profesor jubilado al que, por su valía o merecimientos, se le concede el privilegio de seguir ejerciendo parcialmente su labor académica. En este sentido corre la primera acepción del adjetivo emérito en el diccionario de la RAE: ‘Dicho de una persona, especialmente de un profesor: que se ha jubilado y mantiene sus honores y alguna de sus funciones”.
En el afán de muchos cortesanos ‒juancarlistas‒ por blanquear la imagen del ex monarca, a alguien se le ocurrió que, trasladando al ámbito institucional ese concepto manejado en el mundo académico universitario, el adjetivo «emérito» salvaba la dignidad y mantenía el prestigio del personaje ante la sociedad, jugando además con la idea de ejemplaridad y merecimiento que asoma claramente en tal palabra. Pero cuando abdicó, el rey Juan Carlos I acabó. ¿Por qué seguir llamándolo rey? ¿Y por qué emérito, si no conservó ninguna de sus funciones oficiales y hasta se le retiró la asignación por parte de la Casa Real? Ni rey, ni pensión de retiro, ni ejemplar, sin embargo, ahí aguanta la muletilla: “el rey emérito”.
El padre de Felipe VI no encaja en el perfil académico universitario, aunque nadie le podrá negar la maestría, en sumo grado, para manejar cuentas archimillonarias en bancos suizos, disponer de tarjetas opacas, crear sociedades off shore en la isla de Jersey (Inglaterra) y en Panamá, viajar a Kazajistán con maletines llenos de billetaje, o cobrar comisiones sonrojantes por mediar en la venta de armas o en la llegada del AVE a La Meca. Todo un doctorado en comisiones, fraude fiscal y blanqueo de dinero, que se le ha excusado por aquello de la inviolabilidad real.
Y uno se pregunta: ese largo currículum ¿se considera mérito o demérito?
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