A mi hijo Álvaro
Se me ha venido la imagen mientras tomaba notas para un artículo sobre los casos de espionaje salidos a la luz estos días de mayo: cena familiar rutinaria en el pabellón del cuartel; llaman a la puerta; abrimos y antes de entrar hasta el pequeño comedor muy serio, Barrena, el guardia de puertas pide la venia.
¿Da usted su permiso, mi sargento?
Adelante, Joaquín, dime.
Un mensaje cifrado, mi sargento, urgente.
Aprieta los labios y se queda mirando al frente, erguido, como no viéndonos. Mi padre se levanta. Está en camiseta de tirantes. Entra en su dormitorio y sale abotonándose la camisa verde detrás del guardia. Serio. Apurado.
Un mensaje cifrado.
Eso qué es, mamá.
No sé, hijo, cosas oficiales.
Y seguimos cenando.
Primavera y verano del 68. En los telediarios veo algunas imágenes de París. Llegan más mensajes cifrados a la centralita de radiotelegrafía del cuartel. Alguna vez mi padre trae a casa las claves y el mensaje para que le ayude. Me divierto al principio, luego me aburro: instrucciones sobre servicios y vigilancia en la población.
Esa imagen del mensaje en cifra que necesita una clave para ser entendido me lleva a otra en plena infancia, cuando mi hermana y yo hablábamos también en jerigonza, intercalando entre las sílabas de una palabra una sílaba con la letra p más la vocal que correspondiera ‒yopo mepe llapamopo jupuanpa joposepe peperezpe zarpacopo‒, hasta que se nos enredaba la lengua y la risa nos impedía seguir con el juego.
El dominio del lenguaje encriptado ‒recuerdo haber usado también el morse con mis amigos y compañeros de clase‒ transmitía sensación de poder, de seguridad y de superioridad ante quien desconocía el código. Los mensajes en cifra eran cosas de niños, como las charadas y los jeroglíficos, como los enigmas y acertijos que aparecían en los tebeos. Y los espías eran aquellos personajes desastrosos, incapaces de resolver un caso a derechas, y que solían acabar escondidos en el desierto de Gobi o en el Polo Norte, como Mortadelo y Filemón, los inigualables agentes de la T.I.A., con el Súper, la gorda Ofelia y el orate profesor Bacterio; como Maxwell Smart, el superagente 86, con su zapatófono; como Anacleto, agente secreto, que no se enteraba de la misa la media; o el internacional Tintín y el borrachín del capitán Haddock, los detectives Hernández y Fernández. Luego, el cine encumbró universalmente al agente secreto 007, con licencia para matar, en compañía de la enamorada Moneypenny, el exigente M, el ingenioso Q, y recientemente lo ha hecho con la saga de Bourne, sin olvidar las parodias del género, como la delirante e hilarante Top Secret, o el no menos alucinante Austin Powers, enfrentado al disparatado doctor Maligno y su Mini Yo. Todos aquellos personajes de tebeo y de cine lo eran de ficción, hasta que en plena adolescencia oímos el nombre de Mata Hari, fusilada en París por cargo de espionaje, y el de Alfred Dreyfus, y comprendimos que los juegos de espías también eran cosa seria y de mayores.
El diccionario académico define como ‘espía’ a quien con disimulo y secreto observa o escucha lo que pasa, para comunicarlo a quien tiene interés en saberlo. Un espía es, pues, un mandado. Cuando está al servicio de dos autoridades estamos ante el clásico «agente doble», como el famoso Kim Philby, que trabajaba simultáneamente para el gobierno británico y para Iósif Stalin. La palabra «espionaje» nos llegó a través del francés espionnage, término que la lengua hermana derivó del germánico spahen. El espion era el soldado que se acercaba o se infiltraba en el campamento enemigo para obtener información.
El primer espía europeo de nombre conocido aparece en la Ilíada. Fue un troyano mal encarado pero excelente corredor, llamado Dolón, que pidió ‒le gustaba la buena vida y el lujo, como a James Bond‒ el carro y los caballos de Aquiles a cambio de infiltrarse en el campamento griego. Disimulado bajo la pellica de un lobo y corriendo a cuatro patas, fue descubierto por el astuto Ulises y su compañero Diomedes, que lo interrogaron ‒cantó la Traviata‒ antes de decapitarlo. El espía está muy cerca del «agente secreto», encargado de realizar misiones secretas ‒obtener información, boicotear, secuestrar, rescatar, asesinar‒ para un Estado. De eso tendrían mucho que contar los agentes Amedo y Domínguez.
Fuera del tiempo de guerra, espiar es una fullería, es hacer trampa, romper el principio de honestidad que debe regir las relaciones entre instituciones y entre países. En un escenario bélico, cada contrincante busca su supervivencia, todo vale para acabar con el enemigo y por eso se admite el espionaje. Lo cuestionable es el espionaje en tiempo de paz.
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