lunes, 20 de febrero de 2023

Hyacinthus orientalis

 Verdadera delicia descubrirlos una mañana en el arriate verde de tréboles, bajo los rosales y la yerbaluisa: hasta una veintena de flores apiñadas en el tallo, del grosor de un meñique y de un jeme de largo, con sus seis hojas carnosas, azul violeta, y una fragancia dulce, fresca, que nos transporta a otros aromas puros de la infancia como el de las magnolias y los claveles, el de las azucenas.

     Hablo de los jacintos. Los miro en los arriates, aspiro su exquisito perfume, observo sus pétalos, entreveo los estambres allá dentro en el santuario, y recuerdo siempre el mito, la metamorfosis, la funesta historia del bello muchacho espartano.

     Dotados de una poderosa imaginación animista, los antiguos griegos explicaron el mundo con sus mitos. Flores, frutos y plantas, sentimientos y emociones, habilidades y sensibilidades humanas, el origen y conformación del universo, o las genealogías y jerarquías del Olimpo, tenían su mito, su relato fundacional, su leyenda ilustre recreada por los más grandes autores. He aquí la del guapo Jacinto.

     Imaginad la escena. Acaba de empezar la primavera y cubre la tierra un mullido y fresco manto verde. En Esparta, a primera hora de la tarde, dos muchachos practican juegos atléticos en el estadio. El más joven ya ha terminado su formación en el gimnasio, pero aún no ha entrado en combate. Se llama Jacinto, y es un ciudadano libre, vástago de una familia con viejas raíces espartiatas. Su amigo, unos años mayor, es un misterioso extranjero de noble presencia llegado del norte. No es otro que el dios Apolo, señor de la luz, de la belleza y de la perfección, protector de las Musas y de las Artes. Solo el divino Orfeo sería capaz de expresar vivamente el profundo amor que el dios siente por Jacinto. 

     Los jóvenes han competido en carrera, se han probado con la jabalina, y se han entrelazado en la lucha cuerpo a cuerpo. Sus torsos bien torneados y sus ágiles piernas, bronceados por la intemperie, brillan al sol, deslumbran cual moneda recién acuñada. Comienzan ahora con el disco. Cada uno se sitúa en un extremo de la pista. Lanza primero Apolo, cuya pulida y redondeada piedra se eleva en el aire, hiende las nubes y cae el cabo en la dura tierra rebotando hacia donde Jacinto espera turno. Impaciente por hacer su lanzamiento, el muchacho corre hacia el disco lanzado por Apolo, precipitando así el funesto fin de la competición. En un violento rebote, el disco fue a dar con la fuerza de una coz en la cabeza del joven espartano. En vano el lamentar de Apolo, en vano taponarle la herida con sus manos o ponerle una cataplasma de hierbas curativas. Jacinto muere fulminado por el golpe, su cabeza cae hacia su pecho como una flor tronchada. Imaginad el dolor y el llanto de Apolo, el lamentar esa vida tan joven que se escapa entre sus brazos, el inconsolable pesar de ser el causante de tamaña desdicha, la pena y la desesperación. Pero en aquel mismo y doloroso trance el dios obra el portento, la metamorfosis, y de la sangre de su amado hace nacer una nueva flor en cuyos pétalos puede verse escrito el eterno lamento ‒AI‒ por el joven Jacinto. [No, no busque el lector las letras de esa queja en los pétalos de los jacintos de nuestros arriates, pues al parecer el relato antiguo remitía a una especie de lirio ‒el lirio martagón o lirio llorón‒, propio de bosque umbríos en zonas montañosas.]

     ¿Debemos aceptar que el funesto destino de Jacinto es simple consecuencia del azar, de un fatal accidente, de la mala suerte ‒el disco rebota y da en la cabeza del joven‒, o podemos considerarlo otro ejemplo más de personaje cuyo trágico final obedece al comportamiento cruel de los dioses? Esta última posibilidad tiene visos de ser cierta si tenemos en cuenta que en versiones antiguas de este mito se hacía a responsable de la tragedia unas veces al suave viento Céfiro de la primavera, que, despechado por el rechazo de Jacinto, levantó la ráfaga que hizo chocar violentamente el disco lanzado por Apolo en la cabeza del espartano. Otras veces, la súbita y malintencionada ráfaga se atribuye, por el mismo motivo de los celos y el despecho, al variable y violento Bóreas, el viento del norte.

     La historia de Jacinto es triste, amarga, tanto si fue hija de la mala casualidad, como de la crueldad vengativa de los dioses. Breve vida humana la suya, aunque cada año, al acercarse la primavera, nos queda el consuelo de recrear su belleza, su lozanía y su juventud, la fragancia de su cuerpo, en los jacintos que llenan de vida nuestros arriates.


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