sábado, 23 de marzo de 2024

Cuatro dedos de enjundia civilera

 El Zarco le venía a su madre de La Mancha, de Miguelturra, donde nació su padre, el abuelo Anselmo; de Tomelloso y de Mota del Cuervo, en Cuenca, donde también vivieron tíos y abuelos. Ella siempre estuvo orgullosa de este apellido, que pronunciaba enfatizando y alargando la zeta, y murió convencida de que todos los Zarcos de España eran familia y descendientes de un noble y marino portugués de los tiempos de Enrique el Navegante, Joao Gonçalves Zarco, descubridor de las islas de Porto Santo y Madeira, y fundador de la isleña ciudad de Funchal allá por 1421.

Cómo llegaron estos Zarcos lusitanos a la llanura manchega está aún por averiguar, aunque no faltan concienzudas y certeras aproximaciones genealógicas, como la del doctor José Zarco Castellano, que ejerció en Mota del Cuervo, completada por otro doctor, éste por su tesis sobre La diócesis de Córdoba en el último cuarto del siglo XIX. José Zarco Cañadillas, y que remite a un Agustín Zarco y a su esposa, Inés Rodríguez, padres de Bartolomé Zarco, nacido el 13 de abril de 1603. Y quiero acordarme aquí del Toboso y de la sin par Dulcinea, inspirada, como bien saben los académicos de Argamasilla y todo cervantista que se precie, por doña Ana Martínez Zarco de Morales. En esta rama se cuentan, entre bisabuelos, abuelos, tíos y primos, hasta 11 Zarcos guardias civiles, siendo el primero de ellos Tórbulo Primo Antonio Gervasio Zarco-Bacas y García, nacido en Mota del Cuervo (22 de abril de 1857) y fallecido en Cuenca en octubre de 1936. En cuanto a la rama paterna, los beneméritos parten de su abuelo José y continúan y acaban en su padre y en su tío Antonio.

Para un niño tenía beneficios y perjuicios ser hijo de guardia civil. En su caso, y en el de su hermana mayor, el provecho venía porque su padre, excepto en sus últimos años de servicio, siempre fue destinado a los pueblos como comandante de puesto, es decir, con el mando sobre la tropa, así que cuando llegaba la feria, los feriantes le regalaban algunas fichas y vales para las atracciones y los circos, y su madre y su hermana tenía una inusitada suerte en las tómbolas. Si en la feria había toros, allá que se iba con el piquete de guardias y entraba gratis por el patio de cuadrillas y podía ver de cerca a los toreros remetiéndose el capote de paseo bajo el brazo o echando un cigarrillo con la cuadrilla, a los picadores, embutidos, congestionados con las apreturas de la chaquetilla, el calzón de talle alto y las polainas de hierro; cuando se aburría de las faenas en el coso bajaba a ver cómo los carniceros despellejaban y despiezaban a los astados. Pero la mejor renta para élñ, desde los ocho o nueve a los catorce años, era que por ser hijo de quien era, entraba de gorra en los cines, de manera que vio todos los peplum de la época y todos los spaghetti western (italianos y españoles) incluido Lo llamaban Trinidad.

Hasta los quince años su expediente escolar parece el de un alumno difícil que no se adapta a ningún centro, o el del vástago de una familia errante impelida por un destino aciago e ineludible. Comenzando por la escuela unitaria de Esparragal, con veinte o treinta niños de distinta edad en la misma clase; siguiendo en Córdoba con la academia, también unitaria, de Don Lázaro, en los bajos de los pabellones de la calle Altillo, y con el colegio Fray Albino, donde pudo acabar un curso y hacer algún amigo; saltando luego a Gibraleón, a una habitación sin apenas luz natural donde el maestro castigaba las faltas de ortografía con palmetazos, y de allí a la Escuela Parroquial, con don Manuel, que los entretenía ayudándole a culminar una noria hecha de palillos de dientes, papel y pegamento imedio; después de unos meses en el poblado del pantano del Bembézar, donde no llegan a la media docena de niños, la familia se trasladó a Pozoblanco, donde finalizó el curso en los Salesianos y completó al año siguiente segundo de bachiller en el instituto de enseñanza media; volviendo luego a Córdoba, donde cursó tercero en el instituto «Séneca», cuarto en el »Luis de Góngora» y quinto, por libre, en la academia «Lope de Vega»; finalmente, sexto y cou en el «Averroes». 12 centros escolares, 12, desde los cuatro a los dieciséis. Un errabundaje académico ligado a los destinos de su padre que le produjo lagunas en todas las materias y que le hicieron aborrecer la escuela, los libros de texto y las tareas en casa.

Un perjuicio adjunto a esta itinerancia escolar fue la falta de compañeros de un curso para otro; siempre era el nuevo, el recién llegado, el que se va en unos meses, al que no le da tiempo a sumarse a un grupo que viene ya de largo. Esa es la razón de que no pudiera citar más de cinco o seis compañeros de clase hasta que llegó al instituto «Averroes». Ser carne de «matrícula viva» era el peor tormento para un niño, para un adolescente; tenía que olvidar lo anterior y adaptarse rápidamente al ahora, empezar a hablar con unos y con otros, agarrarse al que le dirigiera la palabra o se sentara a su lado, y procurar no ser un bicho raro, que mira reconcentradamente a sus compañeros aislado en un rincón.

Más dolorosa era la falta de amigos de continuidad; los suyos, los pocos con que le dio tiempo a fraguar auténtica y gozosa amistad entre traslado y traslado, fueron visto y no visto. Se separaba de ellos con un desgarrón en el alma y durante las primeras semanas de llegar a otro pueblo el ánimo se le anubarraba y pensaba que no podría remontar sin su amigo Serranete, sin Paco Bautista o sin el Ino, sin Rafalín Ortiz. Pero sobrevivió uno a esos adioses, a esas dramáticas rupturas forzadas, sobrevivió a las múltiples casas, a los múltiples pabellones y habitaciones donde transcurrieron aquellos años, sobrevivió a los muchos maestros, curas y profesores. Como sobrevivió a ser uno de los del cuartel.

Otro daño colateral era el desarraigo geográfico. Nacido en Córdoba, donde vivió intermitentemente hasta que su padre se jubiló, no podía considerarla su tierra, su patria chica, pues, echando cuentas, había pasado en ella tanto tiempo como en los variopintos pueblos por los que pasó la familia. Nunca fue lo que luego han llamado un cordobita. Tampoco ha sentido ese fervor terruñero que ha visto, y ve, en muchas personas, que llevan a su pueblo, a su virgen y sus fiestas, sus costumbres y sus dichos por bandera donde quiera que vayan. Él era ave de paso en aquella ciudad, como lo fue en todos los sitios en que vivió aquellos, a pesar de todo, maravillosos años. Nunca salió de su boca la expresión mi pueblo o mi ciudad. Desde una perspectiva romántica y existencial, era una desgracia no tener un sitio donde volver, un lugar, como decía el otro, que fuera su patria, el lugar de su infancia. Cuál era su patria, a qué pueblo, a qué casa, a qué paisaje y a qué amigos volver. Hubo un tiempo en que le importó esa falta de raíces y se veía de viejo, después de una vida ajetreada, sin un lugar al que volver y en el que ser enterrado. Melodrama de pubertad, sin duda, pero con su aquel de verdad y su punzadita de dolor.

El nomadismo era consustancial a la profesión del padre, la guardia civil era caminera y rural por naturaleza, y benemérita por su protección de la población civil y de la propiedad, por su acción salvadora en catástrofes y accidentes, por su persecución de la delincuencia.

Hacia los dieciséis años emergió en él un inquietante sentimiento de pesar por la ocupación de su padre. No se avergonzaba de sus orígenes humildes, de pertenecer a la asendereada clase media española, ni experimentaba odio de clase. Era consciente de la mezcolanza social en el instituto Averroes y en la Facultad —hijas e hijos de trabajadores ferroviarios y de obreros de la Electromecánicas, de abogados, médicos, terratenientes, oficiales y suboficiales del ejército y de la guardia civil, de empleados de banco, mecánicos, pequeños agricultores y comerciantes, empresarios locales, maestros, profesores, contratistas de obras, chóferes—, pero su desazón no era socioeconómica, sino ideológica: había nacido en el lado equivocado, no en el de la gente que luchaba por la desaparición de la dictadura, sino en el lado de su brazo represor. La guardia civil y la policía armada eran cómplices del franquismo y reprimían sin contemplaciones a quienes se organizaban clandestinamente y se manifestaban exigiendo libertad, progreso y democracia. Su padre defendía enardecidamente al Caudillo en las conversaciones y discusiones familiares, y nunca se planteó que la dictadura desapareciera de España una vez muerto Franco.

Como tantos otros jóvenes de su edad durante la primera mitad de los 70, nunca se inscribió en ningún partido ni asociación política, pero encajaba en el concepto, en el estereotipo interno y externo, del progre antifranquista. Ahí estaba el meollo de su malestar íntimo: ideológicamente de izquierdas en una familia franquista, que durante la guerra y la posguerra había derramado su sangre por el Generalísimo, y que ahora lo defendía sin fisuras, contra los rojos, barbudos, revolucionarios, que querían acabar con la prosperidad y la paz de España. No era fácil afrontar la dicotomía, admitir que su padre estaba en el otro lado de la calle. Por eso solía callar que era guardia civil, no lo ocultaba ni mentía inventando otra profesión, pero evitaba revelarla siempre que podía, aunque antes de llegar a los 30 ya se había reconciliado interiormente con él y había empezado a entenderlo. Pero esa es historia para otro momento.


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