jueves, 14 de marzo de 2024

Puerta Gallegos


Seis años sin volver a Córdoba. Desde lo de Bujalance, en diciembre del 33. Salió una foto suya en los periódicos. La recortó y la llevaba desde entonces en su cartera. No para enseñarla a nadie, sino para mirarla de vez en cuando a solas y recordarse lo peligroso de su oficio, lo fácil que una bala siega la vida de un hombre. Él tuvo suerte y la mano le quedó útil para el servicio de armas. Al guardia Félix Wolgeschaffen le fue peor. Se quedó rezagado y los revolucionarios lo cazaron como un conejo. Le dispararon desde los dos lados de la calle. Lo arrastraron hasta un callejón y se ensañaron con él. Hasta el reloj le robaron, y la alianza y los pocos billetes que llevara en la cartera.

El centro de Córdoba era un hervidero. Días de feria. Días de Corpus Christi y procesiones en todas las parroquias. De homenaje al dos veces laureado general Varela, salvador de la ciudad en los primeros días del Glorioso Movimiento de Liberación; días de entrega de una bandera al Regimiento de Infantería de la Reina; de inauguración del Club de Campo de la Arruzafa, de corridas de toros con Manolete cerrando cartel, de operarios municipales montando y desmontando tribunas para los oradores, de electricistas ultimando guirnaldas de bombillas, de camareros que regresaban adormilados a la caseta desde el Campo de la Verdad, desde la Corredera y San Pedro, desde el Alcázar viejo o la Magdalena; días de la inauguración del monumento a Julio Romero de Torres en los jardines de la Agricultura con un inmenso gentío acudido de todos los puntos de la ciudad, de repartidores de bebidas, de fotógrafos ambulantes, de periodistas y recepciones oficiales en las casetas, de jinetes en el Paseo de Caballos y de muchachas —bellas señoritas— con el traje andaluz, bailando sevillanas o saludando desde las manolas; días de oleadas de viajeros en trenes especiales (de Sevilla, de Puente Genil y Cabra) desparramándose desde la Estación Central por el Paseo de la Victoria, por Gran Capitán y Ronda de los Tejares, para ir a los toros, para curiosear en la Exposición Provincial de Productos Industriales, para celebrar la victoria del Racing F. C. en el viejo Stadium América, para acercarse al concurso hípico en el campo de la Electromecánicas. Días alegres y calurosos de gentes de la farándula, de artistas de varietés y cómicos de la legua que representan en el Gran Teatro y en el Duque de Rivas, que toman el vermú y la cerveza en las terrazas de Las Tendillas o de Gran Capitán, en la calle de la Plata, en los salones del hotel Simón. De ases del manillar, de payasos, malabaristas, trapecistas, domadores y equilibristas en los circos. Días de estraperlo (patatas, jabón, conejos y perdices, azúcar, café, aceite), días del Caudillo victorioso y de exaltado y combativo falangismo. De listas y control de los ex-combatientes, de Caballeros Mutilados. Días también de guerra en Europa. En el mundo. De ocupación en Bélgica y de batalla en Noruega, en Grecia. De asedio de París. De Winston Churchill. De combates en Alsacia y Lorena y Normandía. Días nefastos del führer y del duce. Días tristes del exilio republicano. De denuncias y de aplicación de la ley de fugas. Días de pelás, de mujeres silenciadas, encarceladas, señaladas, condenadas.

Pero los cordobeses no querían saber nada de aquello. Estos eran días de calle y de jolgorio. Quién va a querer hablar de la maldita guerra en aquel ambiente festivo de las casetas, en aquel desborde de alegría, de bailes y cantes, de músicas de bandas y orquestinas.

Él no había vivido la guerra. No había combatido. No tenía idea clara de lo ocurrido en el país en aquellos tres años, porque fueron, salvo los confusos cinco primeros días, tres años de prisión, tres años de mortal incertidumbre, tres años de miedo; miles de horas de rumia callando, recordando, aventurando, observando, aguantando estopa para no saltar a la desesperada y ganarse un balazo. Era la guerra, pero no lo era.

No podría explicar la razón de haber pedido permiso para volver a Córdoba. Aquí no lo esperaba nadie. Trinidad, su mujer, y sus dos hijos habían quedado en el cuartel de Gádor. A sus hermanos no los veía desde antes de la guerra: Federico en Salamanca, Emilia en Tomelloso, Anselmo y Pío, uno en Palma del Río, el otro en Montoro. Tampoco vivían ya en Córdoba los padres de Trinidad, que se habían marchado a Lérida cuando su suegro, teniente de la Guardia Nacional Republicana, había cumplido la edad para el retiro.

Se alojaba en La Ruteña, en la calle San Fernando, junto al Arco del Portillo. Desayunaba en la pensión y luego callejeaba —La Corredera y San Pedro, Santiago, la Ribera, la Magdalena, o cruzaba al Campo de la Verdad— hasta la hora del vino, en la cantina de la Comandancia, donde antiguos compañeros iban poniéndolo al tanto. Desde que los nacionales lo liberaron del batallón de trabajo y se presentó a sus superiores en Alicante, vivía dentro de un remolino que lo llevaba y lo traía sin que él pudiera decidir: el traslado en camión ambulancia, los días de recuperación en el hospital militar de Almería, el reencuentro con su mujer y sus hijos, los interrogatorios del inspector del Cuerpo para averiguar con exactitud sus vicisitudes y paraderos durante la guerra, el viaje a Lérida por la muerte de su suegra, y a primeros de julio del 39, de nuevo en el servicio activo, comandante del puesto de Gádor, más la muerte de su padre, a mediados de noviembre. El ciclón avasallador y destructivo de la guerra. Había que tener aguante.

Me pregunto de dónde saca un hombre ánimo y fortaleza para sobrevivir al hambre, a los piojos, a la humedad nauseabunda y al calor asfixiante, a la inactividad absoluta durante semanas en la bodega infecta de un barco, a la disentería, al terror diario de esperar oír su nombre en una lista para ser fusilado. El tío Pepe sacó fuerzas de su fe. Se encomendó a Dios. A veces lo recuerdo con la tía Trini a su brazo, yendo o viniendo de misa en la iglesia del Campo de la Verdad. Calmosos en el andar, callados, impasible el rostro él, erguida la barbilla, afrontando con orgullo la vida a cara descubierta; risueña, confiada en su hombre ella.

Fue el día 25 de mayo de 1940, sobre las dos de la tarde. Sábado, día grande de la feria cordobesa. Por la mañana, homenaje al general Varela, entonces ministro del Ejército, como salvador de la ciudad frente al enemigo rojo en septiembre del 36. También se inauguró en el real de la feria la Exposición Provincial de Productos Industriales. Por la tarde, a Manolete —después de unas irrepetibles verónicas, unos portentosos pases por alto y unos naturales para las crónicas en medio del redondel— lo cogió el toro al entrar a matar. No sé si estas precisiones las aportó mi madre o si fue el propio tío Pepe el que ilustraba así la historia.

Volvía él de la Comandancia, en la avenida de Medina Azahara, hacia la Ruteña. Vestía de paisano. El cruce por la Pérgola y los jardines del duque de Rivas hacia la Puerta Gallegos es un hormiguero. Confluyen allí cientos de personas que llegan o salen por la calle Concepción, que bajan desde los jardines de la Agricultura, que suben desde la Puerta de Almodóvar, Paseo de la Victoria arriba. Familias y grupos que van a las atracciones, a las casetas —Centro Filarmónico, Ayuntamiento, Círculo de la Amistad, Peña Racinguista, Educación y Descanso, Asociación de la Prensa, La Coroza, Caballeros Mutilados—, jinetes, amazonas, coches de caballos. Cuando está cruzando el Paseo de la Victoria hacia la Puerta Gallegos casi choca de frente con un hombre que va en dirección contraria. El tío Pepe lo mira a la cara y sigue andando. Conoce a ese hombre. Su aspecto es inconfundible, difícil de olvidar: la caída de hombros, el rostro moreno y demacrado, el mirar oblicuo. Y se le viene súbitamente la imagen: en perfil, iluminado por el haz de luz que baja por la escotilla, aquel hombre lee una lista de nombres, entre ellos el suyo, y el tío Pepe aguanta los golpes violentos del corazón en el pecho, templa sus nervios, su miedo, su voz, permanece sentado en el suelo de la bodega, apoyada su espalda en una columna de hierro, y declara tranquilamente que a ese ya se lo llevaron en otra saca. Aquel era el hombre con el que se acababa de cruzar, uno de los suboficiales del barco-prisión en el puerto de Almería. El encargado de conducir a los que iban a ser pasados por las armas. No vaciló. Se dio media vuelta y lo siguió. El hombre entró en la exposición de Productos Industriales. Aprovechó el tío Pepe para correr a la cercana Comandancia, avisar al oficial de guardia y llegar a la Exposición con un piquete de guardias que allí mismo esposaron al hombre y lo condujeron al cuartel. El hombre fue juzgado en Almería y condenado a muerte unos meses después.

Azar, destino, justicia divina, leyenda o pura invención, aquella historia del tío Pepe parecía sacada de una película o de un libro, y cada vez que mi madre nos la contaba, mi imaginación volaba y recreaba el ambiente, las ropas, los gestos y los breves diálogos, la manera de andar, la sorpresa de la gente que asistió a la detención, el gesto serio del tío Pepe, la mirada incrédula del denido.

Han pasado más de sesenta años de la primera vez que oí esta historia. Muchos también desde que enterramos al tío Pepe y a la tita Trini. Me gustaría tener más detalles, más concreciones del relato, pero uno era niño entonces y le bastaba con escuchar y abrir los ojos de asombro. Tampoco he hablado con sus hijos o sus nietos, en busca de fotografías, documentos, objetos que ayuden a reconstruir su vida en aquellos días de guerra y de posguerra, pero estoy satisfecho con lo escrito hasta ahora, porque es una historia que lleva muchos años dentro de mí, atrapada como un insecto en el ámbar de los recuerdos1, y creo llegado el momento de darla a la luz para que no se pierda entre las muchas historias de esa larga saga de guardias civiles que hubo en mi familia.

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1 Luis Landero, El balcón en invierno. Tusquets Editores, Barcelona, 2014, p. 229.

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