jueves, 4 de diciembre de 2008

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De un amigo, lo mejor que se puede decir es que se tiene.

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La poesía no debe rebasar las fronteras del Tú o del Vosotros. Cuando llega al Ustedes o al Señoras y Señores, el verso, aunque gana en educación, pierde en frescura e intimidad.

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El vate laureado (microrrelato)

Acabó en el coro de los bufones, como todos los que ocultaban que a Su Alteza le hedían los pies.

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El solitario no es nadie sin los demás.

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Ha venido a morir a mi lado. Llegó hace dos horas, vestida en tonos beiges, en el momento en que encendí el flexo. Mi primer impulso fue rechazarla con un gesto de la mano para que no me distrajera, aunque también asomó el dañino instinto de quemarla con el mechero o el de arrojarle el diccionario, pero preferí ignorar su presencia. Luego escribí unas postales y volví a mis estudios de griego.
Al verla de nuevo la he creído ya muerta, pero cuando le acerqué la mano, se ha agitado unos instantes con torpeza, luego ha vuelto a su apariencia extática: no sé si por la agonía o por la intensa luz que recibe…
No es una escena de novela con maltrato. Sólo contemplaba una simple polilla de la luz que se ha posado al pie del flexo.

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Leer a los grandes: he ahí la mejor cura para los que se creen algo en literatura.

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Primer mandamiento de un escritor: no tener prisa por acabar una novela. Ni siquiera para rematar un párrafo.

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Libertad en insalvables muros de cristal.

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Segundo mandamiento: la imaginación del novelista consiste en meter la vida dentro de su obra.

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El buen burgués siempre aspira a cuadricular el futuro de sus hijos. Y el de sus empleados.

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Tercer mandamiento del escritor: sé lo que no quiero escribir.

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Comentario al mandamiento anterior. Debe tenerse, a la manera cartesiana, una idea clara y distinta de la diferencia entre un escritor y un publicador. El segundo está obsesionado con las letras de molde y no desperdicia persona, lugar y ocasión para torturarnos con su manía de omnipresencia.

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Ocho historias breves y un epílogo

Donde dije digo, digo Diego.
Donde digo Diego, digo digo.
Donde digo Diego, dije digo.
Diego dice donde dijo digo.
Digo donde Diego dice digo.
¿Dijo Diego dónde dije digo?
Digo donde dijo Diego dice.
¿Dónde dice digo? —dice Diego.
Diego dijo dónde dije digo.

Ese tal es un impostor — le dije a Diego.

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No hay escritura sin reflexión. Sin espejo. La literatura es el reflejo de lo que somos. Un espejo al que se asoman los lectores, el escritor, los personajes y las épocas en que uno y otro vivimos. ¿De qué nos vale un arte que no nos dice quiénes y qué y cómo somos?

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No hay peor mordaza que la que termina haciéndose cómoda y llevadera.

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Desde hace unos días tengo la querencia de querer agazaparme en la madriguera. A salvo de las perdigonadas de la realidad.

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Uno busca al sí mismo que desea ser. Porque al que uno es, ya lo conoce.

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Uno pasa por ser niño y cuando se hace joven recuerda su infancia y la convierte en paraíso. Luego llega a la madurez y las pérdidas son mayores. A lo último, ya en la vejez, corre el peligro de olvidarlo todo.
La edad nos pone ante la verdad: el único paraíso, la única patria que tenemos es la existencia.

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¿Quién es ese tipo que asoma cada vez que paso frente a un espejo?

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Asunto para escribir: el globo de la vida y los alfilerazos de la realidad.

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La literatura es vida, no palabras bien hilvanadas, adjetivos de diccionario, metáforas de escolar. La literatura, o es vida, o no es.

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El pensamiento fragua en las palabras, pero no por eso hay que tratarlas a martillazos.

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El éxito en literatura es que el lector se reconozca en el libro. Ganar premios no es ganar lectores.

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En literatura, como en cualquier arte, los cánones existen para ser rotos.

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