martes, 16 de diciembre de 2008

Cat


T
odo era catecismo: el de los curas, el de los maestros, el de los padres. Igual recitábamos las virtudes cardinales (prudencia, justicia, fortaleza y templanza), el teorema de Pintagorras sobre los catetos y la hipotenusa, la invasión de los pueblos bárbaros del Norte o los límites de nuestro país, que las proezas de José Antonio, Franco y el general Moscardó.
Todo era catecismo, para que nadie, ni en nada, se apartara de la ortodoxia. Sólo existían esas preguntas y esas respuestas. Y si no, pescozón y vuelta a empezar.
Así con los niños. Y con los mayores.

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Cuando uno se mira al espejo y se enfrenta a su imagen, sea del éxito o de la medianía, de la humildad o de la melancolía; sea la máscara de la soberbia o de la jovial vitalidad, cuando uno se acerca al espejo y trata de adivinar qué día le espera, no hace sino practicar el arte de la catoptromancia (o –mancía), como otros acuden a echadoras de cartas y nigromantes.

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En uno de los ejemplos que ilustran el concepto catorce descubrí una fecha: el catorce de abril. Fue un día importante, me dije, quizá vaya con segundas… Pudo ser responsable del ejemplo un académico, republicano solapado en la docta institución. O también un tipógrafo saboteador del régimen, un defensor de la libertad, la democracia y la solidaridad. En ambos casos, luchadores en la sombra a los que agradecí el guiño.
Pero quise saber más y ahí se me vino abajo el cuento: no estaba ante ninguna proclama ni homenaje: el ejemplo venía arrastrándose en el diccionario académico desde la edición de 1887. No creo que por aquellos entonces ningún ilustre miembro de la que limpia, fija y da esplendor hubiera adivinado que el domingo 14 de abril de 1931 el pueblo se echara a las calles para celebrar la victoria republicana en las urnas municipales.

A no ser que el señor académico decimonónico entendiese en el arte de la catoptromancía.

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Como hay docenas, decenas y quincenas, hay también trecenas y catorcenas, que ya no se usan para comprar. Es sobre todo una cuestión de huevos.

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En muchas casas de los sesenta no faltaba la cama-mueble o el mueble-cama disimulando un catre metálico desplegable donde se dormía regular. El catre plegado solía estar vestido con una cortina de tela floreada, o con tapas de formica. Siempre creí que era un invento moderno, de mis días, pero esta tarde he descubierto que el mueble existía desde antiguo en las casas y también la palabra en los diccionarios. La cama-mueble de algunas noches de mi infancia era el catricofre, palabra que nuestros mayores dejaron de usar, quizá por dificultosa, pero que venía a decir lo mismo: el cofre destinado para recoger la cama en él, y que tiene dentro unos bastidores que pueden servir de catre.

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Antes que al caudillo Viriato, el pastor lusitano, y que a Indíbil y Mandonio, derrotados por Escipión, antes que al caudillo moro Almanzor, los niños de mi época conocimos al caudillo con mayúscula –qué petulancia, como la de hacerse superlativo absoluto o entrar bajo palio en las iglesias, algo que mi madre y mi suegra siempre han considerado irrespetuoso-, aquel hombre bajito y megalómano que no salvó a España de nada, sino que la enzarzó en el desastre de la guerra y la posguerra. Habría que celebrar la degradación de aquel militar africanista y ponerlo en el lugar que le corresponde: expulsarlo del ejército y mandarlo al encierro de los genocidas.

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