miércoles, 26 de diciembre de 2018

Prosapia


A primeros de julio de 2007 mi madre recibió una carta de un primo suyo, José Zarco Cañadillas, el primo Pepito, que ahora tiene 82 años, a propósito de un pariente, Julián Zarco Cuevas, agustino, historiador y bibliotecario del monasterio de San Lorenzo del Escorial, fusilado en Paracuellos del Jarama el 30 de noviembre de 1936 y en proceso de beatificación junto a otros 497 “asesinados en la Guerra Civil por los rojos”. Adjuntas venían la transcripción de la carta que un “superviviente del 36” escribió a Santiago Carrillo en junio de 2005, que excuso reproducir porque no viene al caso, y una genealogía de los Zarcos que se remontaba a los manchegos Agustín Zarco e Inés Rodríguez, padres de un Bartolomé Zarco nacido en la primera década del XVII. El árbol familiar había sido trazado por el doctor Zarco Castellanos, de Mota del Cuervo, con quien se puso en contacto el primo Pepito, que la completó hasta las últimas ramas, hasta mis primos hermanos y primos segundos.
Mi madre y sus dos hermanos siempre han sentido orgullo por su primer apellido, no por distinción social, sino por su rareza y exclusividad. Todos los Zarcos somos familia, he oído decir en mi casa cientos de veces, así que cuando a mi madre le llegaba noticia de algún Zarco empezaba a sacar el hilo, le preguntaba a sus hermanos o a alguna de sus primas y acababa encontrando la punta.
            —Ese pintor madrileño, Antonio Zarco, vino un verano a Córdoba cuando yo tenía diez o doce años. Él era un poco mayor que yo, quince o dieciséis. Iba a todos sitios con una carpeta muy grande. Ponte aquí, prima, y me dibujaba. Ahora ponte así. Me hizo unos cuantos. Dibujaba muy bien. No he vuelto a verlo, pero tiene que ser ese. Su padre era primo del abuelo Anselmo.
            Si la genealogía establecida por el doctor Zarco Castellanos —qué cerca del Zarco Castillo de mi abuelo Anselmo—, si ese árbol familiar está bien trazado, se confirma lo que yo mismo he venido afirmando desde muchos años atrás guiado por la intuición respecto de la profesión por excelencia de los varones Zarco durante casi 150 años, que no fue otra que la de guardias civiles, hasta que mi generación rompió los lazos con el benemérito Cuerpo, lo que en mi caso supuso una decepción para mis padres, a quienes habría dado el alegrón de su vida si al acabar el bachillerato me hubiera inscrito en la Academia General Militar de Zaragoza, pero nada más lejos de mi carácter y expectativas en aquellos años transicionales que andar por el mundo con un tricornio en la cabeza. El primer Zarco guardia civil que aparece en el árbol genealógico es Tórbulo Primo Antonio Gervasio Zarco García, nacido en marzo de 1857, que entró en el Cuerpo en vida del insigne don Francisco Javier Girón y Ezpeleta, duque de Ahumada, fundador y primer director de la Guardia Civil caminera, lo cual confirmaba mi intuición. Sí, soy hijo, sobrino, nieto, sobrino nieto, bisnieto y tataranieto del Cuerpo, vengo de hombres beneméritos, algunos de los cuales han escrito, si no páginas gloriosas, al menos algunas líneas en la historia reciente de nuestro país, especialmente mi abuelo Anselmo, durante la guerra y la postguerra.
Estos son mis orígenes, mis principios, pero si a alguien le parecen menesterosos, opacos y del común, tengo otros, como diría Groucho Marx: la alcurnia de servidores del orden público se complementa con el linaje literario de la más excelsa calidad, como se verá enseguida.
            Volvamos a la genealogía, a aquellas primeras ramas del árbol zarquil, al Bartolomé Zarco Rodríguez, nacido a principios del XVII, exactamente un 13 de abril de 1603. Pues bien, tras este dato —no sé si apunte del doctor Zarco o del primo Pepito, que es doctor en historia de la Iglesia— se abre paréntesis: “Recordemos que en 1605 Miguel de Cervantes escribe El Quijote, en el que encarna un papel importante doña Ana Martínez Zarco de Morales, a la que inmortalizó con el nombre de Dulcinea del Toboso”. Se cierra el paréntesis. ¡Pero, coño! —diría el abuelo Anselmo—, ¿La bella Dulcinea era una Zarca?
            Nada se afirma con el paréntesis, pues ni el riguroso historiador ni el concienzudo genealogista pueden constatar, pero ahí queda la sugerencia. ¡Descendiente de Dulcinea! Eso no hay novela postcervantina que lo supere. Eso es prosapia, así que háganse a un lado casas ducales de Alba, de Osuna o de Medina Sidonia y demás grandezas de España. ¡Sangre de Dulcinea bombea mi arrítmico corazón! ¡Qué mejor abolengo que el de la mismísima emperatriz de La Mancha!

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