lunes, 24 de diciembre de 2018

Una muerte heroica (XXVII)

  
    Fancioulle era un admirable bufón y casi uno de los amigos del Príncipe. Pero para quienes por profesión se dedican a lo cómico, las cosas serias tienen fatales atracciones, y aunque pueda parecer extraño que las ideas de patria y de libertad se adueñen despóticamente del cerebro de un histrión, un día Fancioulle entró en una conspiración tramada por cortesanos descontentos.
         En todas partes hay hombres de bien para denunciar al poder a estos individuos de humor atrabiliario que quieren deponer a los príncipes y operar, sin consultarla, el cambio de una sociedad. Los caballeros en cuestión fueron arrestados, también Fancioulle, y condenados a una muerte segura.
         Estoy convencido de que el Príncipe casi se enfadó cuando vio a su comediante favorito entre los rebeldes. El Príncipe no era ni mejor ni peor que otro, pero un exceso de sensibilidad lo hacía, en muchas ocasiones,  más cruel y más déspota que todos sus semejantes. Enamorado apasionado de las bellas artes, y muy entendido en ellas, era verdaderamente insaciable de placeres. Bastante indiferente respecto a los hombres y a la moral, verdadero artista por sí mismo, no conocía enemigo más peligroso que el aburrimiento, y los extraordinarios esfuerzos que hacía para huir o vencer a ese tirano del mundo le habrían valido con toda seguridad, por parte de un historiador riguroso, el epíteto de «monstruo», si en sus dominios hubiera estado permitido escribir sobre algo que no tuviera que ver únicamente con el placer o el asombro, que es una de las formas más delicadas del placer. La gran desgracia de este Príncipe fue que jamás tuvo un teatro lo suficientemente grande para su genio. Hay jóvenes Nerones que se asfixian en límites demasiado estrechos y de quienes los siglos venideros siempre ignorarán el nombre y la buena voluntad. La imprevisible Providencia había concedido a éste facultades más grandes que sus Estados.
         De pronto corrió el rumor de que el soberano quería conceder la gracia a todos los conjurados, y el origen de este rumor fue el anuncio de un gran espectáculo en que Fancioulle habría de interpretar uno de sus principales y mejores papeles, y al que asistirían incluso, se decía, los cortesanos condenados; señal evidente, añadían los espíritus superficiales, de las tendencias generosas del Príncipe ofendido.
         En un hombre tan natural y voluntariamente excéntrico, todo era posible, incluso la virtud, incluso la clemencia, sobre todo si esperaba encontrar en ellas placeres inesperados. Pero para aquellos que, como yo, habían podido penetrar muy dentro en las profundidades de esta alma curiosa y enferma, era infinitamente más probable que el Príncipe quisiera juzgar el valor del talento escénico de un hombre condenado a muerte. Quería aprovechar la ocasión para hacer un experimento psicológico de un interés capital, y comprobar hasta qué punto las facultades habituales de un artista podían ser alteradas o modificadas por la situación extraordinaria en que se encontraba; además, ¿existía en su alma una intención más o menos decidida de clemencia? Este es un punto que jamás pudo ser esclarecido.
         Finalmente, llegado el gran día, la pequeña corte desplegó todas sus pompas, y sería difícil concebir, a menos que se haya visto, todos los esplendores que la clase privilegiada de un pequeño Estado, de recursos limitados, puede mostrar en una verdadera solemnidad. Aquella era doblemente verdadera, primero, por la magia desplegada, luego, por el interés moral y misterioso que llevaba consigo.
         El señor Fancioulle destacaba sobre todo en los papeles mudos o de pocas palabras, que son a menudo los principales en esos dramas fantásticos cuyo objeto es representar simbólicamente el misterio de la vida. Entró en escena con ligereza y con una perfecta naturalidad, que contribuyó a fortalecer en el noble público la idea de dulzura y de perdón.
         Cuando se dice de un comediante: “He aquí un buen actor”, se recurre a una fórmula que implica que bajo el personaje se deja adivinar el cómico, es decir, el arte, el esfuerzo, la voluntad. Porque si un actor llega a ser, en relación con el personaje que le toca representar, lo que las mejores estatuas de la Antigüedad, milagrosamente vivas, andantes, videntes, suponían respecto a la idea general y confusa de belleza, ese sería, sin duda, un caso singular y completamente imprevisto. Fancioulle fue aquella noche una perfecta idealización, imposible de no suponerse viva, posible, real. El bufón iba, venía, reía, lloraba, se estremecía con una indestructible aureola alrededor de su cabeza, aureola invisible para todo el mundo, pero visible para mí, y donde se mezclaban en una extraña amalgama los rayos del Arte y la gloria del Martirio. Fancioulle introducía, por no sé qué gracia especial, lo divino y lo sobrenatural hasta en las más extravagantes bufonadas. Mi pluma tiembla y las lágrimas de una emoción siempre presente me suben a los ojos cuando intento describir aquella inolvidable noche. Fancioulle me demostraba de forma perentoria, irrefutable, que la embriaguez del Arte es más apta que cualquier otra para velar los terrores del abismo; que el genio puede interpretar la comedia al borde de la tumba con una alegría que le impide ver la tumba, perdido, como está, en un paraíso que excluye toda idea de tumba y de destrucción.
         Todo el público, por hastiado y frívolo que fuese, pronto sufrió el todopoderoso dominio del artista. Nadie soñó con la muerte, el duelo, los suplicios. Cada cual se abandonó, sin inquietud, a los placeres multiplicados que proporciona la contemplación de una obra de arte viva. Las explosiones de la alegría y de la admiración sacudieron varias veces las bóvedas del edificio con la energía de una continua tronada. El mismo Príncipe, embriagado, unió sus aplausos a los de la corte.
         Sin embargo, para una mirada clarividente, su embriaguez no carecía de mezcla. ¿Se sentía vencido en su poder de déspota? ¿Humillado en su arte de aterrorizar los corazones y ofuscar los espíritus? ¿Frustrado en sus esperanzas y burlado en sus previsiones? Tales suposiciones no exactamente justificadas, ni absolutamente justificables, cruzaron mi ánimo mientras contemplaba el rostro del Príncipe, en el que una palidez nueva se añadía sin cesar a su palidez habitual, como la nieve cae sobre la nieve. Sus labios se apretaban cada vez más y sus ojos se iluminaban con un fuego interior parecido al de los celos y al del rencor, incluso mientras aplaudía ostensiblemente el talento de su viejo amigo, el extraño bufón que tan bien bufoneaba con la muerte. En un determinado momento vi a Su Alteza inclinarse hacia un pajecillo situado detrás de él, y hablarle al oído. La fisonomía de diablillo del lindo muchacho se iluminó con una sonrisa y después abandonó vivamente el palco principesco como para cumplir una urgente misión.
         Unos minutos más tarde, un chiflido agudo, prolongado, interrumpió a Fancioulle en uno de sus mejores momentos y desgarró al tiempo los oídos y los corazones. Y desde el rincón de la sala de donde había salido aquella desaprobación inesperada, un niño se precipitaba al pasillo con risas contenidas.       
         Fancioulle, sacudido, despertado de su sueño, cerró primero los ojos, después los volvió abrir casi de inmediato, desmesuradamente agrandados, abrió luego la boca como para respirar convulsivamente, se tambaleó un poco hacia adelante, un poco hacia atrás, y después cayó rígido, muerto, sobre las tablas.
         El chiflido, rápido como una espada, ¿había frustrado realmente al verdugo? ¿Había adivinado el propio Príncipe toda la homicida eficacia de su jugarreta? Está permitida la duda. ¿Echó de menos a su querido e inimitable Fancioulle? Es dulce y legítimo creerlo.
         Los cortesanos culpables habían disfrutado por última vez el espectáculo de la comedia. Esa misma noche fueron borrados de la vida.
         Desde entonces varios mimos justamente apreciados en diferentes países han venido a representar ante la corte de X, pero ninguno de ellos ha podido reavivar el maravilloso talento de Fancioulle ni elevarse hasta el mismo favor.

Máscaras realizadas por  Fritz Jacquet.
Procedencia de la imagen: https://bashny.net/t/es/282828

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