martes, 18 de diciembre de 2018

Turismo literario: Universidad de Columbia


En 4321, la novela de Paul Auster, leemos el primer día del protagonista, aprendiz de escritor, como alumno de la Universidad de Columbia (Nueva York):
                        Le asignaron una habitación en la décima planta de Carman Hall, la residencia más moderna del campus, pero en cuanto deshizo las maletas y colocó sus cosas, Ferguson se dirigió a Furnald Hall, una residencia contigua que estaba unos cuantos metros más arriba, y subió en ascensor a la sexta planta, donde permaneció unos instantes frente a la habitación 617, y luego bajó por las escaleras, caminó en dirección este por el sendero de ladrillos que corría a lo largo de la biblioteca Butler y se encaminó a una tercera residencia, el edificio John Jay Hall, donde subió en ascensor hasta la duodécima planta y se quedó unos momentos frente a la habitación 1231. Federico García Lorca había vivido en aquellas dos habitaciones durante los meses que vivió en Columbia en 1929 y 1930. La 617 de Furnald y la 1231 de John Jay eran los sitios donde había escrito «Poemas de la soledad en la Universidad de Columbia» y la mayoría de los poemas recogidos en Poeta en Nueva York (Nueva York de cieno / Nueva York de alambres y de muerte), libro que acabó publicándose en 1940, cuatro años después de que Lorca fuese apaleado, asesinado y arrojado a una fosa común por esbirros de Franco. Suelo sagrado” (p. 559).
Por si no era suficiente mi afinidad sentimental e ideológica con el personaje, cuando leí estas líneas me emocioné hasta las lágrimas: por el discreto entusiasmo —fervor, decisión, íntimo compromiso político— con que rinde homenaje a un grandísimo y noble poeta que en 1929 llegó a Nueva York en plena, honda y negra, crisis existencial; por comprobar que esa hermosa y temible ciudad —arquitectura extrahumana y ritmo furioso; geometría y angustia— guarda memoria viva de nuestro poeta y de su trágico fin; por la desgarradora verdad poética con que nos zarandean los versos de Poeta en Nueva York; porque imaginé vivamente que yo también estaba junto al joven Ferguson ante las puertas de aquellas dos habitaciones, porque en aquellas líneas reconocí esa vieja costumbre de visitar lugares relacionados con hombres y mujeres que por sus obras o sus hechos han sido ejemplares para mí.
Mi primer homenaje, de adolescente en Córdoba, fue para don Luis de Góngora y Argote. Entre el Arco del Triunfo y los muros del seminario de San Pelagio, esculpidos en mármol blanco pueden leerse los versos de su magnífico soneto a la ciudad que en clase de Literatura en el instituto nos había explicado doña Teresa Morales: las murallas, las torres y las almenas del Alcázar (¡Oh excelso muro)  y la Calahorra, que veía desde la ventana de mi habitación en la calle Altillo; el rumor del río en busca de Sevilla y Cádiz (¡Oh gran río, gran rey de Andalucía); la vega y la campiña, que en las noches de verano ardía en los rastrojos (¡Oh fértil llano); las Ermitas, la sierra azul, morena, desde Cazorla a Sanlúcar (oh sierras levantadas, / que privilegia el cielo y dora el día). Un paisaje que tenía todos los días a mi vista, asomado a la ventana unas veces, jugando a la sombra de la Calahorra en las mañanas de verano, o las tardes de sábado en que nos aventurábamos por las últimas calles de la barriada de Fray, calle Segunda Romana adelante, hasta el final de la Acera del Río. El paisaje que veía el poeta era también el nuestro. Qué gozada leer aquellos versos. Y años después, qué disfrute seguir los pasos del poeta por la ciudad de la mano de otro poeta, Ricardo Molina, en su Córdoba gongorina, donde nos señala rincones de la sierra cordobesa que Góngora pudo tener presentes para sus Soledades, o compara el lujoso, sensorial y complejo artificio verbal culterano de don Luis con la esplendorosa orfebrería de la custodia de Arfe.

Memoria del músico Erik Satie en Honfleur (Normandía)

Fue precisamente con Ricardo Molina, sobre cuya prosa periodística versó la memoria de investigación de mis cursos de doctorado, con quien gané veteranía como turista literario una primavera de primeros de los ochenta, cuando cargué con la mochila y me fui unos días a Puente Genil, desde donde hice excursiones a pie hasta Jauja, Badolatosa, Corcoya y Casariche. Aparte unos cuantos datos para la biografía de Ricardo Molina, llegué a Córdoba con un cuadernillo de versos neopopulares que no sé si conservo en alguna carpeta. Lo que sí conservo es la luz abrileña de aquellos días, del paisaje campiñés, las vistas de los olivares desde los cerros de Jauja, las riberas del Genil, la conversación con un pastor de cabras, la comida en un “cuartel semanantero”, la entrevista al poeta José Cabello, ya muy mayor y con pocas ganas de hablar, que había conocido y tratado a Ricardo Molina.

A la izquierda, Sylvia Beach y James Joyce a la puerta de la librería
 Shakespeare & Company en el nº 8 de  la calle Dupuytren (París)

El turismo literario no siempre es una experiencia tan completa. La mayoría de las veces ha de conformarse uno con estar unos minutos ante una placa en la calle, junto a la casa en que nació, o murió o escribió tal artista, ante su tumba, en la casa—museo o ante la estatua que el municipio le ha dedicado, o a dar un paseo por el barrio frecuentado por nuestro homenajeado y leer un poema o un fragmento suyo, escuchar una música o simplemente evocar algunos momentos de su vida. Nada aparatoso, algo discreto, como el joven Ferguson ante las habitaciones 617 de Furnald y la 1231 de John Jay.
Normalmente vuelve uno de esos homenajes con el espíritu reconfortado y las manos vacías, pero en ocasiones lo hace como niño con juguete nuevo, con el tesoro de una copia fotográfica: retratado por Dornac en el café François, fondo de espejos, recado de escribir —pluma, tintero, papel— sobre  el velador de hierro y mármol blanco, el sombrero, el bastón, la jarra de agua y el vaso de absenta, desgreñada la barba larga y los grandes bigotes, desmelenada la melena por las sienes, la enorme calva de payaso, la mirada fija, perdida quizá en el ritmo de algún verso saturniano, en un recuerdo amargo de Rimbaud, envejecido príncipe de poetas, Paul Verlaine, un año antes de su muerte; la última foto de Franz Kafka, afilado, en punta el rostro, la nariz, las orejas, la línea de los labios, la mirada que taladra y traspasa; Óscar Wilde, guapísimo a los 28 años, rostro terso, ovalado, labios carnosos, entreabiertos, dispuestos a los besos; el gran Balzac en daguerrotipo de Bisson, camisa blanca desabotonada hasta el esternón, oronda ya la papada, la nariz, las mejillas, la mano derecha en abanico sobre el pecho, pensando en un nuevo tipo de la comedia humana y en una taza de café; el inmenso Monet ante una laguna con nenúfares; Giuseppe Verdi ya mayor, el abuelo afable y sonriente que todos quisiéramos haber tenido, Baudelaire, Sánchez Ferlosio, Lorca, E. A. Poe, Antonio Machado, Lorca… en fin, gentes a las que uno se siente agradecido por las emociones y la belleza que han llevado a su vida.

Habitación de Antonio Machado en la pensión de Luisa Torrego en Segovia

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