viernes, 16 de agosto de 2019

El explicao

Góngora por Velázquez

Según la exégesis de líneas atrás, historia de marinero arrepentido tenemos, o de pastor que, tras la terrible experiencia de un naufragio, regresa a la plácida vida campestre. Pero este relato en primera persona resulta demasiado sencillo para don Luis de Góngora y Argote. ¿Cuatro lenguas para esta simple historia de un pastor que reniega del mar? ¿Así —ahí— acaba la historia?
Algo no cuadra: ¿De dónde le viene al protagonista lírico ese profundo sentimiento de dolor que transmite con su música y que trastoca el orden natural, provocando amargos sentimientos en las piedras y en los animales, como cuentan del célebre Orfeo, como cantaba el pastor Salicio —Con mi llorar las piedras enternecen su natural dureza y la quebrantan, los árboles parece que se inclinan; las aves que me escuchan, cuando cantan, con diferente voz se condolecen y mi morir cantando me adivinan en la égloga I de Garcilaso de la Vega? ¿No tendría el protagonista que estar exultante, o agradecido al menos y con espíritu positivo, tras haber salvado la vida entre las olas? ¿Por qué tan tristísimos sones de su siringa?
Se me ocurren tres interpretaciones, las tres posibles. Una de ellas entronca con otro viejo debate que nos viene de los clásicos y que se reavivó en el siglo XVI con la obra de Antonio de Guevara, Menosprecio de corte y alabanza de aldea: mediante la imagen de una experiencia de navegación que acaba en naufragio y con la intención de volver a una menos peligrosa vida en tierra, Góngora está expresando la contraposición de dos conceptos —la aventura frente a lo conocido—, de dos oficios, caracterizado uno por el riesgo, el otro por la apacibilidad de las jornadas, de dos concepciones antagónicas de la vida, cada una con sus cohortes de pros y contras: el retiro campestre y el trajín de la ciudad, la experiencia y la inacción, mundo estable y mundo cambiante, libertad y determinismo, vida heroica y vida discreta, lo natural y lo artificial, ruido y silencio, ambición y conformismo, el mar como realidad inestable y gobernada por el azar, por la fortuna, frente a la tierra, símbolo del acomodo y de lo perdurable. Desde esta perspectiva, el mar conocido por el protagonista del soneto es símbolo de la ambición, de la persecución de bienes materiales y de la insensata aspiración al poder, a la fama, a la adulación, como leemos en la «Canción de la vida solitaria», de fray Luis de León:

Que no le enturbia el pecho
de los soberbios grandes el estado,
ni del dorado techo
se admira, fabricado
del sabio Moro, en jaspe sustentado!

No cura si la fama
canta con voz su nombre pregonera,
ni cura si encarama
la lengua lisonjera
lo que condena la verdad sincera.

            La tierra, en cambio, simboliza la humildad, la vida sencilla y estable, la búsqueda de la discreción frente a la heroicidad del que se aventura en la mar, la conformidad con el presente frente a la búsqueda y construcción de futuro que prima en quien se aventura a navegar. Bien pudiera ser que con este pastor que decidió probar fortuna en la mar océana, don Luis hubiese tomado partido en el debate entre el menosprecio de corte y la alabanza de aldea, como hizo en su celebrada letrilla «Ándeme yo caliente».
Otra perspectiva posible es considerar la navegación aludida en el soneto como una alegoría, imagen de una experiencia amorosa fallida, de una travesía de amor acabada en naufragio, en desastre, bien por ruptura, bien por la muerte de la amada. Se justificaría así además la inmensa tristeza del protagonista.
La identificación de la experiencia amorosa con una travesía marítima viene de lejos en nuestra tradición literaria: está documentada en la poesía helenística y en la literatura romana de la época de Augusto, en autores como Horacio[1], Propercio[2], Ovidio[3], y siglos más tarde en Petrarca[4], que transmite el tópico a los poetas renacentistas. Según Gómez Luque[5] et alii, el motivo de la travesía de amor (navigium amoris) tiene un doble origen: la relación de Afrodita (Venus) con el mar y la consideración del amor como una actividad que entraña peligro, similar a una guerra (militia amoris) o a una travesía por mar (navigium amoris). La relación de Afrodita-Venus con el mar viene explicada por el mito sobre su nacimiento: Cronos, incitado por su madre, Gea, cortó a su propio padre, Urano, los testículos con una hoz y los arrojó al mar, y de la espuma (afrós, en griego) que se acumuló alrededor de ellos nació la hermosa y sensual cipria, la irresistible diosa del amor y de la sexualidad, la que enamoraba a un hombre con solo posar su mirada en él. No resulta, pues, descabellada la asociación de Afrodita con el mar y con el amor. En esa consideración tópica del amor como experiencia (travesía) llena de peligros, distinguen los autores del artículo citado varios submotivos, algunos de ellos fácilmente identificables en nuestro soneto: la identificación de la relación sexual con la navegación, la consideración de la amada como una mujer voluble, cambiante como el mar, atractiva y peligrosa; la simbolización de la ruptura amorosa con un naufragio o la imagen del amante como un marinero que se retira de la navegación.
Una última perspectiva permite interpretar el soneto como obra autobiográfica. Es una interpretación más forzada, pero asumible. Para ello es preciso llegar a un soneto escrito en 1623[6], «Sople rabiosamente conjurado», dedicado a los hermanos Francisco y Félix Paravicino, amigos y defensores poéticos de don Luis, en el que se recoge el mismo asunto del barco naufragado y la ofrenda de restos a un templo, con la particularidad de que la metáfora del navío combatido por airados vientos sirve para describir las adversidades sufridas por el poeta como pretendiente de cargos y prebendas. Leído el soneto en esa clave[7], el templo al que se ofrecen los restos del naufragio representa el palacio de los dos hermanos Paravicino, aludidos aquí como las estrellas Cástor y Pólux, a cuya protección se acoge el poeta; con el último verso —derrotado seis lustros ha que nada—, alude Góngora a los treinta años de su vida vanamente dedicados a medrar en la corte. He aquí el soneto:

Sople rabiosamente conjurado
   contra mi leño el austro embravecido,
   que me ha de hallar el último gemido,
   en vez de tabla, al áncora abrazado.

¿Qué mucho si, del mármol desatado,
   deidad no ingrata la Esperanza ha sido
   en templo que de velas hoy vestido
   se venera, de mástiles besado?

   Los dos lucientes ya del cisne pollos,
de Leda hijos, adoptó: mi entena
   lo testifique dellos ilustrada.

   ¿Qué fuera del cuitado, que entre escollos,
   que entre montes, que cela el mar, de arena,
   derrotado seis lustros ha que nada?

Los versos de «Las tablas del bajel despedazadas» actuarían, por tanto, como augurio, y expresarían un recoger velas, una temprana decepción en la intención gongorina de convertirse en un personaje importante en la corte, protegido de algún grande de la nobleza española, y un deseo de volver, a su pesar, a Córdoba con el zurrón vacío.
            ¿Qué carta quedarnos? Ni nos lo jugamos todo a una, ni nos vamos a ir de una buena carta. De transformismo hablábamos al comienzo de estas páginas, del triste lamento de la hermosa virgen Siringe, convertida en caña para huir de las manos lúbricas de Pan, y de versatilidad lo hacemos ahora, al contemplar la proteica naturaleza del soneto de don Luis de Góngora. Y del profundo pesar con que vivió el poeta sus últimos años en Madrid, agobiado por las deudas, comiendo poco y mal, quedándose en casa por evitar a los acreedores, pero también por no disponer de buenas —nuevas— ropas y calzado, muertos el duque de Lerma, el duque de Béjar, el conde de Lemos, sin mecenas que lo protegiera, ferozmente asaeteado por sus enemigos literarios. Desilusionado, rota definitivamente toda esperanza de brillar en la corte, el caso de Luis de Góngora es ejemplar, barroco en su contradicción: obra deslumbrante, de ideal claridad, vida deslucida, mediatizada por lo material.



[1] Horacio, Odas, I, 5:
Mē tabulā sacer
Vōtīvā pariēs indicat ūvida
Suspendisse potentī
Vestīmenta maris deō.
(Un exvoto en el muro
explica cómo yo
consagré mis vestidos
al dios señor del mar)

[2] Propercio, Elegías, III, 24:
Ecce coronatae portum tetigere carinae
Traiectae Syrtes, ancora iacta mihi est.
(He aquí que mis naves han tocado puerto engalanadas,
tras cruzar las Sirtes he soltado el ancla…)

 [3] Ovidio, Amores, III, 11:
“Iam mea votiva puppis redimita corona
lenta tumescentes aequoris audit aquas”.
(Ya mi nave, engalanada con una guirnalda votiva,
oye tranquilamente las tormentosas aguas del mar)

 [4] Petrarca, Canzoniere, soneto 189:
“Passa la nave mia colma d’oblio
per aspro mare, a mezza notte il verno,
enfra Scilla e Caribdi; et al governo
siede ‘l signore, anzi ‘l nimico mio”.
(Pasa la nave mía llena de olvido
por mar bravío, en medianoche de invierno,
entre Escila y Caribdis; y al timón
está el señor, o mejor, el enemigo mío.)

 [5] Juan Antonio Gómez Luque, Gabriel Laguna Mariscal, Mónica M. Martínez Sariego, “«Córdoba tiene mar»: el tópico de la Travesía de amor en la poesía de Góngora”, en Ámbitos. Revista de Ciencias Sociales y Humanidades, nº 36 (2016), pp. 75-85.

 [6] En el manuscrito Chacón (1644): soneto CLIX (De la esperanza), pág. 86. En la edición de Salcedo Coronel (1629-1648): soneto 103, sin título, pág. 145.

[7] Antonio Lara Pozuelo, “El plurilingüismo en la poesía de Góngora: desatinos idiomáticos y comicidad”, en Elvezio Canonica y Ernst Rudin (coords.), Literatura y bilingüismo, Edition Reichenberg, Kassel, 1993, p.p 127-142.

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