A menudo se nos olvida que un
poema es un artefacto verbal, un texto sometido a la tensión —a las reglas— del
ritmo y de la retórica, es decir, una producción lingüística artificiosa, resultado
de aplicar a las palabras un tratamiento más o menos complejo de encriptación. En
este sentido, la expresión verbal de la lírica es antinatural, o menos natural
que la de la narración y el teatro, que, pese a las convenciones genéricas, y
con sus excepciones, utilizan un lenguaje más cercano al hablar común y
corriente.
Un poema se caracteriza también por
la condensación —emocional, conceptual—, producto de la brevedad y de la
consecuente necesidad de eliminar farfolla. La lírica es búsqueda de la
esencialidad de la palabra: mínima sustancia fónica y máxima expresión
semántica. Más por menos, por ahí anda la fórmula del buen poema.
En su afán de mostrar su ingenio y
de sorprender con su originalidad, los poetas caen a veces en el exceso, y
convierten estos rasgos de lo lírico —sometimiento a las leyes del canto, de la
retórica, condensación de la materia sonora, riqueza significativa— en una
barrera que dificulta, si no impide, el disfrute poético. Sirvan de ejemplo los
poetas del Barroco, conceptistas o culteranos.
Los llamados «recursos retóricos» o «figuras estilísticas», responden a esa
búsqueda de la novedad y de la singularidad expresiva. Son herramientas de
estilo, técnicas encaminadas a buscar lo llamativo y sorprendente en la
expresión, a cautivar al lector mediante el juego con los sonidos, con la
gramática o con la semántica. Cualquier persona con la instrucción escolar
obligatoria y aficionada a la lectura está familiarizada con el uso de figuras
estilísticas tan comunes como metáforas y comparaciones, exageraciones o
hipérboles, enumeraciones, paralelismos, asonancias y consonancias, paradojas,
epítetos, el asíndeton y el polisíndeton, o la interrogación retórica…
El desarrollo de estas técnicas
expresivas es tan viejo como la literatura. Cuando los aedas invocaban a las musas
o a los dioses para que les fueran favorables —La cólera canta, oh diosa, del pélida Aquiles—; cuando añadían un
adjetivo caracterizador cada vez que nombraban a un héroe, a un dios o a una
ciudad —Agamenón, rey de hombres; Atenea,
la de los ojos de lechuza; Ítaca, la que se ve de lejos—; cuando en el
canto III de la Ilíada leemos que el
ejército troyano marchaba a la batalla con gran vocerío, “igual que pájaros,
tal como se alza delante del cielo el chillido de las grullas”; cuando sucumbe
un guerrero en combate y se nos dice que el velo de la muerte cubrió sus ojos;
cuando el relato se somete al ritmo dactílico en seis pies, estamos ante un
recurso literario: apóstrofe, epíteto épico, símil, imagen, hexámetro.
Junto a los recursos más usuales,
encontramos desde antiguo otros muchos “manierismos formales” —cacenphaton[1],
tautología[2],
sínquisis o cacosíndeton (extrema dislocación sintáctica consecuencia de
hipérbatos de todo tipo), versos ropálicos[3],
caligramas, lipogramas[4],
centones y poemas monosilábicos (formados por palabras monosílabas), letreados
(todas las palabras comienzan con la misma letra), con ecos, múltiples (admiten
lecturas de sentidos contrarios), retrógrados (se leen también desde el final
hacia el comienzo)…— que se suelen catalogar como rarezas, extravagancias,
frivolidades, intrascendencias, bagatelas, meros divertimentos, curiosidades o
formas difíciles del ingenio literario.
Uno de estos sorprendentes juegos
literarios —cultivado ya en el siglo II d.C. por Tertuliano, padre de la Iglesia,
y por el burdigalense Ausonio, autor del célebre poema tópico Collige, virgo, rosas…—, es el «centón
polilingüe», una composición literaria creada con versos o fragmentos de
grandes poetas (Virgilio, Petrarca, Tasso, Ariosto, Camoens…), que se puso de
moda en la época barroca, pero del que hallamos un breve antecedente en
Garcilaso de la Vega, cuyo soneto XXII, «Con ansia extrema de mirar qué tiene»
acaba con un verso de Petrarca en su lengua toscana: non essermi passato oltra la gonna (No traspasaba más que mis
ropajes).
En
Divina poesía (Lisboa, 1608),
el jienense Juan de Luque[5]
afirma haber compuesto un soneto “en siete lenguas (dos versos en cada una),
que me costó no poco trabajo: española, toscana, latina, francesa, portuguesa,
griega y árabe, ¡que ya es capricho!” Junto a otros muchos poetas y humanistas,
también se dio el capricho polilingüe Lope de Vega con el soneto «Le
donne, y cavalier, le arme, gli amori».
En su Diccionario básico de recursos expresivos[6],
Fernando Marcos Álvarez define el concepto cenismo como la mezcla de lenguas o
dialectos en un mismo texto, y añade ejemplos de Vélez de Guevara, Ramón Pérez
de Ayala, César Vallejo y el soneto gongorino que reproducimos a continuación:
Las tablas del bajel despedazadas
(signum naufragii pium et crudele)
del tempio sacro con le rotte vele
ficaraon nas paredes penduradas.
Del tiempo las injurias perdonadas
et Orionis vi nimbosae stellae
racoglio le smarritte pecorelle
nas ribeiras do Betis espalhadas.
Volveré a ser pastor, pues
marinero
quel dio non vuo, che col suo
strale sprona
do austro os assopros è do oceám as agoas;
haciendo al triste son,
aunque grosero
di questa canna, già selvaggia
donna,
saudade à as feras, è aos penedos
magoas.
[1]
Cacenphaton: buscar la dificultad de
pronunciación.
[2]
Tautología: Acumulación reiterativa
de un significado ya aportado desde el primer término de una enunciación, como
en persona humana.
[3]
Versos ropálicos: cada palabra tiene
una sílaba más que la anterior.
[4]
Lipograma: texto en el que se ha evitado
una determinada letra.
[5]
Citado por José Fradejas Lebrero, «Juan de Luque y su Divina Poesía», en Boletín
del Instituto de Estudios Giennenses, Nº. 184, 2003, p. 244.
[6] Fernando Marcos Álvarez, Diccionario básico de recursos expresivos,
ed. del autor, 2012, p. 103.
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