Como «hecho no explicable por las leyes naturales y que se atribuye a intervención sobrenatural de origen divino», define el DRAE la palabra «milagro», que antes de ser así sufrió una metátesis (cambio de lugar de un sonido), siendo «miraglo» su forma primitiva en nuestra lengua, procedente del latino MIRACULUM, con el que los romanos se referían a un prodigio, a una maravilla, a un portento o cosa extraordinaria, sin atribuirlo a intervención divina, que ese fue añadido de los cristianos.
España, como estado oficialmente católico hasta 1978, es un país milagrero, tanto por los muchos milagros de vírgenes y santos reconocidos por la jerarquía eclesiástica y aceptados por la devoción popular, cuanto por la esperanza depositada en el portento divino que mantiene a quienes obran el milagro de una fortuna de origen oscuro, o a quienes cuelgan el milagro a otro para eludir responsabilidades.
Los niños de mi generación recibimos educación milagrosa en la escuela y en la iglesia: recuerdo copiar en nuestros cuadernos las viñetas y los resúmenes de la historia sagrada que aparecían en la enciclopedia Álvarez; recuerdo las lecturas que desde el púlpito hacía el sacerdote; recuerdo el milagro de la multiplicación de los panes y los peces, el del vino en las bodas de Canaán, el de Jesús andando sobre las aguas del mar de Galilea, el de la resurrección de Lázaro, el de la curación del paralítico, de los leprosos, de los ciegos y el del sordomudo, recuerdo el milagro de la curación de un niño poseído por el demonio, y el obrado en la hija de Jairo, recuerdo el prodigio de Elías arrebatado hasta el cielo en un carro de fuego, las terribles siete plagas de Egipto, el relato maravilloso del diluvio universal...
Pero los portentos no se le limitaban a la escuela y la iglesia. También en el cine recibíamos educación religiosa. Recuerdo haber visto en el Palacio del Cine, en Córdoba, a la tremenda Aurora Bautista interpretando a Santa Teresa, la última vez que fui al cine con mi madre. O la conmovedora vida del padre Damián en Molokai. Recuerdo haber visto la historia de los tres pastorcillos portugueses —Lucía, Francisco y Jacinta— en Fátima; la de Bernadette, en Lourdes; la de los bueyes que labran una aranzada mientras el santo Isidro reza; recuerdo Marcelino, pan y vino, con el niño actor Pablito Calvo, culpable de que miles de niños españoles fuésemos peinados como él, a lo Marcelino. Recuerdo, finalmente, la voz de José Isbert en Los jueves, milagro.
Supongo que todas las religiones tienen estas narraciones sorprendentes, breves, de fácil recuerdo, que aleccionan y promueven la fe en lo sobrenatural. No dejan de ser un subgénero literario, una forma de microliteratura como la fábula, el enigma o el aforismo. El problema de los milagros es que sean la punta del iceberg de una actitud intolerante, como practicó la Iglesia Católica durante la dictadura, una actitud malsana, que bendecía y turiferaba la política represiva del régimen, y se convertía en una imposición amenazante, que atosigaba con el pecado y la condenación eterna, que atemorizaba, más que consolaba.
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