Silencio en las primeras horas de la noche...
El latir sólo de las estrellas. Y descubrir que son millones en la oscuridad...
La vida apagada...
Desconectados...
Aislados...
Desinformados...
Piensa uno en esos dos locos y en las cohortes fanáticas que los mantienen y los alientan. Los creo capaces...
Recuerda uno tardes noches de su infancia a la luz débil de unas bombillas que se apagan cuando caen dos gotas. La España del candil y el carburo campesino, del quinqué historiado y del infiernillo de petróleo. Pero no es lo mismo. No es ésta apagada de hoy aquella España, aunque algunos la añoren y pretendan revivirla y sumir a los españoles en otra noche oscura...
Piensa uno, asomado a su balcón, en las noches de Gaza y de Ucrania. En el terror de las bombas que se cuela en los sueños de sus habitantes...
Piensa uno, a pesar de los eufemismos, o precisamente por ellos ‒«fuerte oscilación en los flujos de potencia»,«desconexión de generación fotovoltaica», «cero energético»‒ en la fragilidad del sistema. En la picaresca y la chapuza nacional, en el «ahorro de costes» a costa de seguridad. En los beneficios inmorales.
En lo fácil que resulta dejar un país a oscuras...
Asomado al balcón de su casa, trata uno de imaginarse los caminos de esta dehesa en oscuras noches medievales, el aspecto del pueblo a la sola luz de las estrellas, sin luna y sin farolas. Y piensa en los mandobles del XVII, en la impunidad de las callejuelas a oscuras, donde se emboscan y encapan matones de cicatriz y espada mercenaria...
Piensa uno en la vulnerabilidad de la red, de la colectividad, en los cinco segundos ‒uno… dos… tres… cuatro... cinco...‒ que han bastado para el apagón peninsular.
Y en la gestión de lo imprevisible. De la incertidumbre.
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