lunes, 22 de enero de 2018

Vivir y pensar


     Los 14 y los 15 años los viví como un suplicio. A los vaivenes hormonales y psicológicos propios de la edad se unió, primero, que en cuarto de bachiller, nunca supimos en la familia por qué designios administrativos, acabé adscrito a la «sección delegada» del instituto Góngora, en Las Tendillas, siendo separado así de mis amigos y compañeros del Campo de la Verdad, que siguieron todos yendo al Séneca, lo que constituyó un golpe bajo para el adolescente desarraigado que yo era, pues hasta ese momento había vivido intermitente entre la ciudad y los pueblos a que mi padre era destinado, de manera que a las modificaciones internas y externas de mi ser se unía también la inseguridad por no conocer bien la ciudad, la soledad de los trayectos de ida y vuelta al centro, la incertidumbre ante los nuevos compañeros y los nuevos profesores, y segundo, que con tales mimbres de la susodicha inestabilidad domiciliaria, educativa y amical, suspendí la reválida en junio y en septiembre, y hube de hacer quinto de bachillerato por libre en la academia de mi tío Rafael, en la calle Maese Luis, donde coincidían los mejores elementos de cada familia, lo que supuso para mí la accesoria de una degradación, pues yo no era mal estudiante, sino víctima del constante cambio de amigos, compañeros e instituciones escolares desde los cuatro años, así que cuando mis padres, que vivían entonces en Pozoblanco con las dos más pequeñas, decidieron que mi hermana y yo nos quedáramos en el piso de la calle Altillo, ella para estudiar Magisterio y yo para acabar el bachillerato, aproveché la oportunidad, pasé feliz con los amigos aquellos dos años y aprobé los cursos sin problemas.


          Nuestro profesor de filosofía en el instituto Averroes en sexto y COU fue don Juan Estrada. Para nosotros, El Chincheta. Alguien, buen fisonomista e inspirado en los símiles, había acertado a expresar, caricaturizado, claro está, su aspecto exterior: una cabeza triangular en la que destacaba por amplitud, tersura y brillantez, una frente sobredimensionada que además hacía su incursión por ambos lados de la cabeza, dando más sensación aún de infinitud. Digamos que su cabeza estaba descompensada con el resto del cuerpo, menudo —embutido siempre en un impecable traje de chaqueta gris—, y con una progresiva tendencia a la pequeñez, rematada en unos pies de gnomo. Nunca alzó la voz en clase. Explicaba las lecciones, parco en gestos, dando apenas unos pasitos de un lado a otro, sin adentrarse nunca entre las hileras de pupitres. El tratarnos de usted marcaba distancias. Por primera vez en nuestra vida de bachilleres, un profesor, en lugar de actuar como déspota atrabiliario que infunde miedo, nos trataba, simples muchachos de barrio, con respeto. No pretendía ser uno más de nosotros, pero supo ganarse todo mi interés —no fui el único— por aquella nueva asignatura que nos hacía plantearnos racionalmente nuestro comportamiento y nuestros valores individuales y colectivos. Recuerdo un debate sobre el divorcio, entonces inexistente en España. Recuerdo el ejemplo con que nos ilustró el imperativo categórico kantiano —conducimos nuestro coche a las dos de la madrugada por la avenida del conde de Vallellano, es el único vehículo que circula a esas horas, tampoco hay peatones, y el semáforo se pone rojo, qué hacemos—, recuerdo las clases en que se demostraba de la existencia de Dios —la primera causa, las cinco vías de Santo Tomás de Aquino, San Buenaventura—, recuerdo el mito de la caverna, el materialismo dialéctico —tesis, antítesis, síntesis—, el ser en sí y el ser para sí, el ser para la muerte de los existencialistas. Recuerdo las ideas innatas, las ideas claras y distintas, el cogito, ergo sum y el Discurso del método, la manzana perspectivista de Ortega y Gasset y las circunstancias de cada yo. Y esta tarde, cuando leía en el diccionario en la entrada dedicada a la primera letra de nuestro alfabeto, la segunda acepción (“Signo de la proposición universal afirmativa”) se me ha venido la retahíla —BARBARA, CELAREN, DARII, FERIO, CESARE, CAMESTRES, FESTINO, BAROCO, DARAPTI, DISAMIS, DATISI, FELAPTON— de los silogismos, las premisas y los distintos tipos de proposiciones que don Juan nos explicaba sin perder la compostura. 
          Empezábamos a vivir entonces. Con él empezamos a pensar.

No hay comentarios: