No recuerdo con exactitud las fechas —entre 1975 y 1986—, pero sí los hechos —muerte de Franco, transición de Suárez, gobiernos de Felipe González—, y el adjetivo —desencantados, cuando no pasotas— que se nos aplicaba a muchos jóvenes de mi generación. Hoy se les llama indignados.
La causa de tales actitudes —desencanto, pasotismo, indignación— es en esencia la misma: la incapacidad de los políticos para vertebrar las exigencias y las esperanzas colectivas. El fenómeno se repite: quien manda va a lo suyo —no importa que sea un corrupto—, y el ciudadano que se joda, apoquine, y se muestre sumiso, obediente y leal en las urnas.
Por nacimiento —nací en el 56— soy hermano pequeño de los progres del 68. Ellos nos trajeron de Londres los primeros discos de los Beatles -The fool on the hill, I am the walrus, Magical mistery tour—, la voz de Paco Ibáñez desde el Olimpia de París y algunas fotografías de Praga. En las tabernas de Córdoba los vimos entonar a la guitarra canciones de Bob Dylan y de Leonard Cohen, de Janis Joplin, de Donovan, o el Imagine de John Lennon; nos prestaron sus libros de Losada con los poemas de Blas de Otero y de César Vallejo, los cuentos de Cortázar y las Opiniones de un payaso, de Heinrich Böll. De ellos nos vino la creencia en la libertad y en la democracia, en el derecho a la felicidad individual y a la colectiva. Éramos los pequeños, pero nos dieron vidilla. Incluso alguna calada, alguna rueda de bustaid, o nos acompañaron en el primer viaje psicodélico. Muchos también habíamos salido progres. Unos acabaron hippies en Ibiza, otros se despidieron con sobredosis; los más, aprendimos oficios para ser autónomos, estudiamos en la Universidad o en las Laborales, y nos buscamos el pan como pudimos.
Para entonces, muchos estábamos ya desencantados. Desechada la política, quedaban, eso sí, los movimientos sociales, las causas alternativas: el pacifismo, el ecologismo, la okupación, las células ácratas, las manifestaciones solidarias, la inscripción en Médicos Sin Fronteras o en Amnistía Internacional. Un consuelo. La ataraxía como mal menor a nuestro desencanto.
Desencanto porque la transición, asumiendo la herencia del dictador, vino con la corona de la monarquía, pasándose por el forro el modelo republicano; desencanto porque los ministros de la UCD procedían de las mejores familias de la burguesía, del falangismo y de la derecha más casposa y beata; desencanto luego con Felipe González, que supo encantar a la masa para meternos en la OTAN y convertirnos en un país militarista. Habíamos logrado, sí, la libertad de las urnas, pero el sistema se había aburguesado, enquistado en la piedra del capital, y las esperanzas de ser un país sano y moderno se iban arrumbando en el cajón del olvido: los camisas viejas y los camisas nuevas —Fraga es el símbolo viviente— seguían en lo suyo, el poder y el dinero—, y los descamisados de Alfonso Guerra pronto descubrieron la seda y los trajes italianos, el color del dinero y la erótica del poder. En esos años se llegó a los cuatro millones de parados y la corrupción política ya era noticia diaria en los medios de comunicación. Desencantados y asqueados estábamos más de uno, estupefactos ante el descaro con que se enriquecían esos mismos que aplicaban con mano de hierro salvajes reconversiones industriales.
He seguido con interés la eclosión mediática del movimiento de los indignados: comparto sus causas, su enojo contra la clase política, su exigencia de una democracia participativa —visto que la parlamentaria nos ha traído estos lodos—, y me uno a su rechazo de un presente impresentable, donde los grandes amasadores de fortunas y sus cabilderos —a Inside Job me remito—, han logrado que nuestro presente y nuestro futuro esté más que mediatizado por su insaciable e insolidario afán de lucro.
Oigamos ahora las sabias palabras de un viejo de la tribu y actuemos en consecuencia:
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