Afirmaba
Miguel de Unamuno que Alonso el bueno,
Don Quijote, pese a su condición de personaje novelesco, gozaba de una
existencia más real que la de su creador. En cierta forma, tenía razón. La vida
del hombre histórico, Miguel de Cervantes Saavedra, queda desdibujada ante la
presencia del héroe de la ficción, y sabemos más de la criatura que del padre
que la engendró. En esto, como en tantos otros aspectos de su existencia,
Cervantes fue un hombre desafortunado. En esa suma de infortunios hubo incluso
quien lo relegó a la condición de burro que sonó la flauta por casualidad y no
alcanzó a comprender la grandeza y universalidad de su personaje.
¡Pobre
Cervantes! Su biografía está plagada de agujeros negros, de suposiciones más
que de datos constatados, de sospechas y elucubraciones más que de verdades
probadas.
Desde
la fecha de su nacimiento —¿un 29 de septiembre de 1547, día de San Miguel?—
hasta la de su muerte —¿el 22 o el 23 de abril de 1616?—, la vida del escritor
es un río Guadiana, desaparece bajo tierra en un punto y vuelve a aparecer
leguas adelante, y no una, sino varias veces a lo largo de su recorrido. Un recorrido,
por cierto, del que hasta hace cincuenta o sesenta años no se conocía a ciencia
cierta donde se iniciaba, aunque hoy se tenga por seguro el lugar donde recibió
las aguas bautismales, en la vieja Compluto, la universitaria Alcalá de
Henares.
La
mayor parte de la vida a Cervantes se le fue en la errancia en busca de buena
fortuna, siguiendo primero los pasos de su abuelo y de su padre, sangrador y
cirujano, por Córdoba, Sevilla, Valladolid y Madrid; luego por tierras
italianas y por las costas mediterráneas durante dos años hasta terminar
cautivo cinco años en Argel, para volver de nuevo a su patria, inútil su mano
izquierda, y dedicarse al cobro de impuestos por tierras andaluzas, hasta que
finalmente se asienta en Madrid, donde terminan sus días. En medio, embargos de
bienes familiares, estancias en la cárcel, pleitos y turbios asuntos de “las
Cervantas”, las mujeres de su familia; el adiós a las armas, las vanas
aspiraciones de hacer las Américas; el fracaso literario por su condición de
semipoeta y por la imposibilidad de competir en el teatro con aquel Monstruo de
la Naturaleza, con el príncipe de la escena de su tiempo, el gran Lope de Vega;
y un matrimonio más de apariencia y de conveniencia que por amor. Todo un
recorrido por el desengaño.
Cervantes
fue un hombre sin suerte en la vida. Incluso el éxito y el prestigio literario
logrados con la publicación de la primera parte del Quijote se los amargó el
dichoso Avellaneda. De tanta adversidad y desengaño, Cervantes extrajo la
esencia del arte de vivir y de escribir, inventó la vida que no había vivido, e
inventó la literatura moderna. Fue un hombre sin suerte, es verdad, y hasta el
destino le negó en su última jugada una tumba discreta en que reposaran sus
asendereados huesos, pero fue un escritor privilegiado, uno de los elegidos,
pues no cabe mayor gloria a un escritor que la de seguir vivo en su obra
después de cuatrocientos años.
Y
eso no se consigue por casualidad. Grande es don Quijote, ese personaje que
todos somos y no somos, pero no olvidemos que antes vivió en Miguel de
Cervantes Saavedra. Detrás del maravilloso hidalgo manchego hubo un hombre
real, un individuo sin cuya vida desengañada y ejemplar se hace difícil
comprender al personaje.
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