La tarde está desapacible, pero
salgo a pasear por las afueras. Tras la calígine plomiza apenas se distingue el
perfil de la Sierra del Mochuelo. El aire frío zumba en las orejas y las deja
entumecidas. De vez en cuando, a ráfagas, unos débiles balidos, unos ladridos.
En los cables del tendido eléctrico posan unas cuantas docenas de tordos, ensimismados,
acurrucados uno junto a otro como para resguardarse del frío, tan quietos que
parecen pintados.
*
Sobre el cauce del arroyo
aparecen y desaparecen raudas las sombras de unas golondrinas en silencioso
vuelo. Bajo la iniesta se afana un herrerillo. Parece seguro detrás de su
antifaz negro. Luego se adentra en una encina. Al instante, me ofrece su pecho
amarillento y su canto.
Me he acordado de aquellos
bucaritos de barro a los que se les echaba agua y soplábamos por el pitorro
para que saliera el gorjeo. Y me he considerado un hombre privilegiado, único
oyente de la humilde sonata que el herrerillo interpretó durante unos minutos.
He vuelto a casa reconfortado, con
el zurrón del alma henchido.
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