la dulce flor de la esperanza mía.
Durante varios años fui pasando de uno a
otro de mis cuadernos estos dos versos, cuyo autor no tuve la precaución de
anotar. Aquellos endecasílabos eran yo, hablaban de mí, describían como no lo
hacían mis versos desmañados —desmayados, hambrientos de ritmo y de verdad —,
mi estado de ánimo entre los 23 y los 26: la mili y sus paranoias, el paro,
vivir con los padres, perdido el contacto con los viejos amigos y con los
compañeros de la facultad, refugiado en los amiguetes del barrio (Nino,
Rafalín, Antón, José Mari; la Corredera, los patios de San Francisco, el Potro,
la plazuela del museo), en días erráticos
—cervezas, cubatas, canutos— de conciertos, de viajes (Madrid, Sevilla,
Lisboa, Cádiz) y fiestas improvisadas con vistas a lisérgicos amaneceres y
amores fugaces, de lecturas intensas, dispersas en mil direcciones (Cernuda,
Ricardo Molina, Juan Goytisolo, Neruda, Cavafis, Voltaire, Eugenio de Andrade,
Pessoa, Petrarca, Unamuno, Baroja, García Lorca), hijo desencantado de las
circunstancias —de la transición—, un joven algo pasota, en plena búsqueda, un
solitario —aunque entre gente la mayor parte de las horas—, un muchacho
taciturno, un romántico que esperaba encontrar un día —una mañana azul de
otoño, una tarde con lluvia de abril, una madrugada de verano con rumor de olas— el amor que confortara su pecho, los ojos en que abismarse enamorado,
la mano que entrelazar para salir al mundo y disfrutarlo a pecho descubierto.
Pero pasaban los meses, los años, y naranjas de la China: deshojada por los aires subía la dulce flor de la esperanza mía.
La media naranja no apareció, pero sí el
autor de los endecasílabos. La casualidad quiso que antes de deshacerme de un
ejemplar de la colección Austral completamente descuajaringado, volviese a
leerlo. Y allí encontré el soneto que comienza Fresca, lozana, pura y olorosa, y acaba con los versos en cuestión.
El libro llevaba doble título: Poesías
líricas. El estudiante de Salamanca. Su autor, el más romántico de nuestros
románticos, José de Espronceda, ante cuya tumba nos encontrábamos aquella mañana
de junio.
En la jardinera para las flores, no había
ninguna, ni seca, ni plástica, pero sí un papel en rollo, atado con una cinta
roja, en el que una mano anónima había copiado el comienzo del canto I de El diablo mundo —“En una mesa de pintado
pino / melancólica luz lanza un quinqué … ”—, la obra más compleja y ambiciosa
de este exaltado poeta, a quien al cabo de los años agradecí de corazón
aquellos dos versos que todavía copio de vez en cuando en un papel, cuando
trabajo en mi habitación y guarda silencio la musa y recuerdo —con más ironía
que melancolía—, mis años mozos.
Antes de despedirnos de aquellos hombres
ilustres, revolotearon en el cielo azul de la mañana unos versos del
hermosísimo «Canto a Teresa»:
¿Dónde volaron, ¡ay! aquellas horas
de juventud, de amor y de ventura,
regaladas de músicas sonoras,
adornadas de luz y de hermosura?
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