lunes, 22 de marzo de 2021

Mitología gore


Ocre

A estas alturas del año se la puede ver en lo más alto de una encina lanzando al aire limpio de las mañanas las tres sílabas de su canto monocorde ‒pupupú, pupupú, pupupú‒, o volando errática, mariposeando en una y otra dirección, como si titubeara, como si no tuviera claro su destino, vistosa con su penacho eréctil y su largo pico de alfanje, el ocre, el negro y el blanco de sus plumas, prima hermana ‒por Coraciforme y por Sindáctila (tres dedos apuntando hacia delante, sin membrana interdigital)‒ de los abejarucos, de las carracas y de los martines pescadores.

Las abubillas tienen fama de malolientes ‒Eso hiede como abubillos, he oído más de una vez en Torrecampo‒, y ni se comen ni se cazan. Bien merecida les viene la fama, sin duda, y la responsable es una glándula alojada en el obispillo ‒la penca, de donde nacen las plumas de la cola‒, que segrega un fluido hediondo que aleja del nido a sus depredadores. En el Deuteronomio (14, 18), en el catálogo de aves que la ley religiosa prohíbe comer ‒águilas, quebrantahuesos, buitres, milanos, halcones, cuervos, avestruces, mochuelos, pelícanos, cigüeñas, garzas, murciélagos‒, encontramos también a nuestras crestadas abubillas. Siglos más tarde, el enciclopédico santo Isidoro de Sevilla recoge a su manera en las Etimologías esta leyenda negra de las abubillas y escribe que frecuentan los excrementos humanos, se alimentan de estiércol, habitan en las tumbas y si alguien se impregna de su sangre tendrá malos sueños con demonios estranguladores. La asociación con el estiércol tiene base científica, pues estas aves se alimentan de toda clase de insectos y larvas que buscan en los troncos, en la tierra o en los detritos. El arzobispo sevillano se hace eco también de la presunta función mágica de nuestro pájaro, al que curanderos y visionarios adjudicaban poderes para aguzar el entendimiento de los lerdos, para combatir el mal de ojo y los padecimientos de los riñones, o para escuchar de viva voz de los dormidos los sueños que están teniendo.


Blanco

Los griegos antiguos llamaron a este pájaro con un nombre tomado quizá de una onomatopeya indoeuropea ‒ἒποψ, ἒποπος‒, transformado primero por los romanos en ŭpŭpă, que designaba tanto al pájaro como en metáfora al pico puntiagudo utilizado por los canteros, y siglos adelante consagrada por el habla en su forma diminutiva upupella, madre de nuestra actual “abubilla” tras la consiguiente evolución fonética: pérdida de la eme final del acusativo, sonorización en be de la pe intervocálica, palatalización en elle de la ele geminada, cierre en un grado de la vocal e (como castillo, como silla, como cuchillo).


Negro

En los remotos tiempos en que las polis griegas disputaban unas con otras por el mantenimiento, la expansión o la merma de sus fronteras, hubo una vez en que el tebano Lábdaco quiso apropiarse de una parte del territorio ateniense. Pandión, rey de Atenas en aquel momento, llamó en su ayuda al guerrero Tereo, que gobernaba en Tracia y que logró la victoria sobre el invasor. En agradecimiento, Pandión, padre de dos hermosas hijas, entregó la mayor, Procne, al tracio, que regresó como héroe a su patria, a la invicta ciudad de Dáulide. Pero la unión no fue bien vista por los dioses, al menos por Juno, protectora de los matrimonios, ni por las Gracias, que no acudieron a la boda. Sí lo hicieron, en cambio, portando antorchas que antes habían ardido en un entierro, las Euménides o Furias, conocidas también irónicamente como las Benévolas, que prepararon el tálamo. Esa noche, un búho se adentró en palacio y anidó en el techo de la alcoba nupcial.

Nueve veces se había llenado la luna cuando la hermosa Procne dio a luz un varón al que llamaron Itis, que era el orgullo de su padre, pero ella no era feliz, se sentía sola, echaba de menos a los suyos, sobre todo a su hermana, la dulce Filomela, por eso imploró a su esposo que, para curar de su nostalgia, la dejara ir hasta Atenas o permitiera que su hermana viajara hasta Daulide. Tereo se decidió por esto último y él mismo embarcó rumbo al Pireo. Recibido cariñosamente por su suegro, acudió también a saludarlo Filomela, “opulenta por el lujo de su atavío ‒escribe Ovidio‒, pero más opulenta por su belleza”, y Tereo fue súbita presa de la lujuria y del deseo carnal. A duras penas contiene el libidinoso rey sus infames impulsos, imagina que la abraza, que la besa, la desnuda con la mirada, le hierve la sangre por la inmensa hoguera que arde en su interior.

“He vencido y conmigo viaja mi pasión”, dice para sí una vez embarcados de vuelta a Dáulide. Y a duras penas no salta sobre ella como un león sobre su presa y la posee. Pasa la noche en vela, soñando tocar lo que no ve, profanar lo que imagina. Acabado el viaje, fatalmente dominado por su frenesí, Tereo conduce a la joven a una cabaña en lo más espeso del bosque y allí da rienda suelta a su bárbara libido, y no atiende a las súplicas ni a las lágrimas de Filomela, que inconsolable y en vano grita pidiendo ayuda. Allí mismo la hermosa joven pierde forzadamente su doncellez. Y se queja a los dioses que han permitido tamaña atrocidad, y promete que no callará, que proclamará a los cuatro vientos el ultraje del que ha sido víctima.

Furioso Tereo por esta justificada amenaza, encadena a Filomela, le saca la lengua con unas tenazas y se la corta con la espada, para que a nadie comunique el brutal crimen. Cae aún viva la lengua al suelo y convulsiona unos instantes como rabo de lagartija. Cuando Tereo regresa a palacio, “profiere mentirosos gemidos, le cuenta a Procne una supuesta muerte de Filomela, y las lágrimas le dieron crédito”, leemos en el libro VI de las Metamorfosis, y a Procne no le queda sino llorar y lamentar la suerte de su querida hermana.

Un año mantuvo Tereo a la muda y desdichada Filomela en la escondida cabaña, forzándola bestialmente una y otra vez, hasta que la joven urdió un plan para poner a su hermana al día: en la urdimbre de un viejo tapiz que colgaba en una de las paredes, la joven tuvo habilidad para entremeter unos hilos púrpura que contaban en clave su miserable suerte y hacérselo llegar a su hermana, que enseguida descifró el mensaje. El inmenso dolor enmudeció a Procne y secó sus ojos a las lágrimas, pero encendió su deseo de una cruel venganza.

Aprovechando que eran las fiestas en honor de Baco, Procne cubrió su cabeza con pámpanos y sarmientos, su cuerpo con una piel de ciervo, y en ruidoso y frenético séquito llega hasta la cabaña, libera a su hermana, la viste como bacante y consigue llevarla hasta sus aposentos en palacio. Filomela se siente avergonzada y llora sin consuelo. Procne, airada, promete quemar a Tereo, “o bien le arrancaré con el hierro la lengua o los ojos y los miembros que te quitaron la honra, o bien a través de mil heridas echaré fuera su alma”. Cuando acaba de hablar entra en la estancia Itis, que corre a abrazar a su madre, se le cuelga del cuello y la besa y la acaricia entre inocentes risas. En ese momento Procne ya sabe lo que hará. “¡Qué parecido eres a tu padre!”, le dice, mientras arrastra a su hijo hasta el rincón más apartado del palacio y le clava un puñal en el pecho. Filomela, que los ha seguido, no quiere ser menos en aquella carnicería, toma el puñal de manos de la hermana, le rebana el cuello al niño y descuartiza el menudo cuerpo. Unos trozos “saltan en capaces calderos de bronce, otros chisporrotean en asadores: chorrea sangre la estancia”.

Mientras el ajeno Tereo acaba los sabrosos platos que su esposa le ha preparado y pregunta por su hijo, ella le responde: “Dentro de ti tienes a quien buscas”. Sólo entiende el enigma Tereo cuando aparece Filomela toda ensangrentada por la escabechina y lanza la cabeza del niño sobre la mesa. Grita de dolor y de horror el rey, invoca a las Euménides y persigue armado a las hermanas, que antes de ser alcanzadas por el afilado hierro invocan a los dioses y son transformadas en pájaros, en golondrina Procne, ave que conserva salpicaduras de sangre en su rostro rojizo, y en ruiseñor Filomela. Tampoco Tereo escapó a la metamorfosis, y acabó convertido en “un pájaro que tiene en la cabeza una erguida cresta; el pico se prolonga desmesuradamente sustituyendo a la larga lanza, abubilla es su nombre y semeja un guerrero armado”.

La mitología grecolatina, como cualquier creencia religiosa, además de una explicación del mundo es un código, una sarta de historias, de prohibiciones y de consejos, de premios y de castigos, que procuran regular la conducta humana y marcarle sus valores y actitudes. Como puede comprobarse en esta historia de Tereo, Procne y Filomela, los relatos mitológicos no ahorran conductas atroces, escenas con sangre y salpicaduras ‒hoy las llamamos gore o splatter‒ con el fin de resultar ejemplares y mostrar que todo comportamiento desviado ante los dioses o ante los humanos es castigado sin apelación posible. Llama la atención en este caso que unos pájaros con tan buena prensa en nuestra cultura como el canoro ruiseñor, símbolo del solitario y melancólico canto nocturno de amor, o las raudas golondrinas, benditas en la tradición cristiana por haber quitado con su pico las espinas de la cabeza de Jesucristo, recuerden en la mitología clásica conductas abominables como la violación, el infanticidio, la mutilación y el canibalismo.

Mientras escribo estas últimas líneas, una golondrina se ha posado en la barandilla del balcón de enfrente. Veo la mancha rojiza de su rostro y de su pecho. Enseguida se lanza al vuelo vertiginoso y la pierdo de vista calle abajo. Hace un día magnífico. Luce el sol brillante bajo un azul puro. En un rato saldré al campo. Espero ver y escuchar al guerrero Tereo en la copa de una encina. Y a la pequeña Filomela entre la espesura de la ribera del Guadamora.

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