viernes, 24 de septiembre de 2021

El juego de las diferencias

 


Al coger del estante la antología de Manuel Machado en la colección Austral de Espasa-Calpe, recordé que tenía dos ejemplares, uno de la novena edición, hecha en 1975, y otro de la undécima, en 1979. En apariencia son el mismo libro, pero no.

El volumen de la undécima es ligeramente más delgado que el de la novena, no porque aquel tuviera más páginas con los poemas de Manuel Machado, sino porque en el ejemplar de la novena se habían añadido 13 páginas con el listado de volúmenes aparecidos en dicha colección Austral hasta el número 1576.

Perceptible por desgracia a simple vista es la desigual integridad física de ambos libros. En la edición de 1975, las hojas, levemente encoladas, se han desprendido del lomo ‒es el problema de las encuadernaciones a mínimos costes‒, por el mucho tiempo y por el mucho abrir y cerrar, unas veces sueltas, otras en pequeños fascículos de cuatro, siete u ocho páginas, mientras que el de 1979 permanece uno y compacto, como recién comprado y apenas abierto para ser leído.

En la portada del ejemplar de la novena edición, aparece el exlibris que usé durante años: la figura de un ave de vistoso plumaje estampada en tinta roja, y mi nombre, cuando ocultaba el Pérez y firmaba como J. P. Zarco.

Otra diferencia palpable se encuentra en el interior de los libros: si las páginas de la undécima edición aparecen impolutas, sólo con los versos machadianos, en las de la novena se dejan ver signos y breves anotaciones a lápiz, versos destacados ‒Tengo el alma de nardo del árabe español‒; sintagmas subrayados ‒noche morena, noche sultana, nemorosos patios, noche musulmana‒; asteriscos para destacar una estrofa ‒De la noche a la mañana // se me ha ido tu querer. // Agüita que se derrama // no se puede recoger‒; algún cantar sentencioso ‒Hasta que el pueblo las canta, // las coplas coplas son, // y cuando las canta el pueblo, // ya nadie es su autor‒; esquemas métricos, incluso versos que se oían en la radio para anunciar un vino montillano:

Vino, sentimiento, guitarra y poesía

hacen los cantares de la patria mía.

Cantares…

Quien dice cantares dice Andalucía.

La poesía de Manuel Machado surgía de una dual inspiración, el folclore andaluz y el modernismo rubendariano. Respecto a la primera veta, podemos decir que fue un continuador, un letrista de la tradición andaluza en sus diversas manifestaciones, con versos al más puro estilo del cante jondo (soleares, soleariyas, malagueñas, tonás…), o con creaciones más costumbristas, como la copla o las sevillanas. En cuanto a la inspiración modernista, Rubén Darío estaba presente, no imitado, sino bien asimilado: cultismos (clorótica, antífona, nielar), motivos temáticos (el hastío y el vacío existencial, la sensualidad, una religiosidad no problemática, cierto malditismo de estirpe romántica (hetairas y poetas somos hermanos), evasión del presente y evocación de un pasado idealizado (ambientes medievales, renacentistas), uso de símbolos (el ocaso), la búsqueda parnasiana de la perfección formal y de la interrelación de las artes en sus recreaciones de cuadros de Velázquez, El Greco, Murillo, El Tiziano, Botticelli.

A Manuel Machado lo han comparado siempre con su hermano, y aunque fuera mayor que Antonio, lo han considerado por lo general poeta segundón, falto de compromiso social, de profundidad lírica y existencial, cuando no ha sido denigrado por el sorprendente y rápido, es cierto, ingreso en la Academia de la Lengua en 1938, con su ditirambo franquista y su palinodia republicana, y aunque también es cierto que en los últimos veinte o treinta años poetas y estudiosos han reivindicado la valía del autor de poemas como el simbolista «Ocaso», el magnífico «Castilla», el sonetillo «Verano» o sus dos autorretratos, la realidad –la diferencia‒ es que Manuel Machado ocupa mucho menos espacio que su hermano Antonio en tesis doctorales, periódicos, revistas, manuales e historias de la literatura.

Al margen de las evidentes diferencias y de los profundos nexos entre las obras de los dos hermanos poetas ‒que no es el motivo principal de este artículo‒, por encima del deterioro físico o de las marcas y anotaciones a lápiz, hay algo que hace único, y valioso para mí el ejemplar de la novena edición: en el ángulo inferior derecho de una de las páginas de cortesía aparece la firma y fecha en que compré el libro: 18 de febrero de 1978: el día en que cumplía 22 años. El número 131 de la colección Austral fue mi regalo de cumpleaños.

En esa fecha ‒cinco meses antes de acabar Filología Hispánica y de comenzar a trabajar como profesor de Lengua, Literatura, Historia, Latín, Griego y Márquetin en el colegio marista de Córdoba, prorrogando así mi incorporación al entonces obligatorio servicio militar ‒, ya escribía uno versos ‒¿versos? me atrevo a preguntar ahora‒ que no compartía con nadie y que guardaba celosamente en lo más hondo del cajón de mi escritorio. Me ha conmovido encontrar este libro, con esas anotaciones en aquella fecha, porque me ha llevado al yo que uno era entonces, al joven universitario con la cabeza llena de conceptos y de teorías, al inexperto amante ‒unos besos apenas en su historial‒ que vagaba solitario, becqueriano, por la judería en busca de unos ojos donde encontrarse, al inexperto profesor  unos años apenas mayor que sus alumnos, al lector a quien faltaban tantos libros y autores por descubrir, al hijo que ya necesitaba abandonar el nido familiar de Maese Luis y volar por su cuenta y riesgo, al desencantado ‒¿pasota?‒ que había vivido la muerte del dictador y esperaba en vano la revolución. Aquel era el joven que se regaló y leyó y anotó la antología de Manuel Machado el día en que cumplió 22 años.

Ya sabes, paciente lector, qué libro quedará en mis estantes.




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