La Closerie des Lilas cerrada aún. Callejeamos por el barrio latino: la Sorbona, los adoquines del 68. Las gárgolas de Nôtre Dame. El Sena verde oscuro. Frío. Cerveza y un delicioso conejo a la provenzal. Crepes y cafés en «La Frégate».
De parte de sor Rosa ‒una de las monjas que regentan la residencia de mayores donde Mari es cocinera‒ , traemos el encargo de saludar a la hermana Antonia María Olmedo, de la comunidad de La Milagrosa, en el número 140 de la rue du Bac. Después de atravesar un patio rectangular se accede a la capilla de Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa. Presidiendo el altar principal, la Virgen coronada por doce estrellas relucientes, aplastando con su pie la serpiente del mal y saliendo de sus manos rayos plateados, alegoría de las mercedes que otorga a quien se las pide. A su derecha, la visionaria Luisa de Marillac, cofundadora de las Hermanas de la Caridad, cuyo cuerpo incorrupto se conserva en el interior de una estatua yacente. El otro cofundador, Vicente de Paúl, a la izquierda, en mármol blanco, en su brazo derecho un niño dormido que apoya la cabeza sobre el hombro del santo varón. Impresionante la capilla a rebosar de gente de todas las razas, edades y vestimentas orando ante la imagen de la Virgen, y los cientos de placas de mármol en las paredes del patio agradeciendo la gracia recibida. Una auténtica sorpresa este fervor católico en el cogollo de la capital de la República. Mati, que antes de entrar se quejaba de un fuerte dolor en la planta de los pies, ha hecho su oración a la Milagrosa y después de recibir una medalla por su donativo, sale asombrada de la capilla, asegurando que le ha desaparecido el dolor. La hermana Olmedo estaba fuera de París en esos días, pero la sor con la que hablamos aseguró que le transmitiría el saludo y los buenos deseos de la hermana Rosa, compañera de noviciado.
En una papelería de la zona compro un cuaderno hecho en Suecia, con las tapas de cartón forradas de tela azul. Decido dedicarlo a textos sobre París.
A primera hora de la tarde, galopada por el Louvre. Multitud en la cola de acceso, en la de los tiques, en las salas. El gentío, cámara en alto frente a las obras estrella: Gioconda, Victoria de Samotracia, Venus de Milo, La Coronación de Napoleón, La Libertad guiando a su pueblo... Tropel agobiante por los pasillos del palacio. Habrá explicaciones psicológicas y sociológicas de este afán fotografiante de la multitud, que impide contemplar la obra. Ante tal espectáculo ‒no le veo sentido a hacer fotos de lejos a un cuadro, con quince o veinte filas de personas delante, todas con el brazo alzado sobre las cabezas, disparando la cámara, para atormentar luego a sus amistades con cientos de fotos de cientos de cuadros, mal enfocadas, mal iluminadas, mal encuadradas‒, prefiere uno, como suele hacer, esperar a comprarse una postal en la tienda del museo, o ver la obra en la pantalla de su ordenador. En tales situaciones, le sale a uno la intolerancia sin tapujos y prohibiría hacer fotografías en todo el museo bajo pena de torsión de nariz, arrancamiento de cabello y palitrocazo en las onejas, como haría el rey Ubú. ¿Qué pensará la esposa de Francesco del Giocondo ante esa inmensa muchedumbre que acude cada día a su sala para hacer clic y perderse de vista para siempre?
Una cerveza en Le Madrigal mientras cae la nieve sobre los Campos Elíseos. Volvemos al hotel en metro. Cenamos en la habitación: vino tinto, quesos y patés. Luego vamos al espectáculo del Molino Rojo: 500 euros en champán y risas.
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