(Fuente de la imagen: http://www.parisrues.com/) |
Pasaron muchos años, desde los 6 a los 21, hasta que leí a Hemingway. Las nieves del Kilimanjaro me atrapó desde las primeras líneas, me sorprendió la dureza descarnada de los diálogos del protagonista con su mujer, me gustó aquel simple recurso de alternar el presente con el pasado, el sencillo y efectivo simbolismo de los pajarracos y de la hiena que todas las noches merodea por el campamento, la imagen de la avioneta dirigiéndose hacia las nieves perpetuas del Kilimanjaro. Luego vino El viejo y el mar, con su simbolismo también sencillo, con su canto a la amistad y a la lealtad, con su carga de pesimismo y de derrota, con ese admirable y dramático afán del viejo Santiago por pescar el gran pez. Después de Por quién doblan las campanas, a la que le sobran algunas páginas y algún tópico, descubrí París era una fiesta, la novela que nos ha traído esta mañana de finales de agosto a la plaza de la Contrescarpe.
No es la primera vez que subimos aquí para evocar la figura del escritor norteamericano. En agosto de 2014 comimos ‒anoté el menú de los siete (Luis, Concha, Javier, Pablo, Mari, Paula y yo) y guardé la cuenta en mi cuaderno: salade César, crumble de boudin, oeufs poches, rillete de sardines, pavé de boeuf, jambon braisé, panna cotta, tarte aux mirabelles, mousse de chocolat, crème caramel, (116,50 €) ‒, en el bistró L’Époque, frente al edificio donde vivieron Hemingway y su mujer de entonces, Elizabeth Hadley Richardson, entre enero de 1922 y agosto de 1923, en un apartamento de la cuarta planta con dos habitaciones y una cocina, por el que pagaban 250 francos (18 dólares) al mes. Ahí arranca precisamente París era una fiesta: “Para colmo, el mal tiempo. Se nos echaba encima en un solo día, al acabarse el otoño. Teníamos que cerrar las ventanas de noche por la lluvia, y el viento frío arrancaba las hojas a los árboles de la Place Contrescarpe”.
Esta mañana, cuando entramos por la calle Mouffetard, había poca actividad en la plaza. Somos los primeros en sentarnos en la terraza del café Gastón. La camarera que nos atiende, muy joven, apenas susurra detrás de la mascarilla y como no la entiendo le digo que hable más alto, porque estoy un poco sordo, hasta que por fin nos entendemos: una pinta y una caña de cerveza. En la plaza hay poca actividad: algún coche, algunos turistas haciéndose fotos junto a la fuente o mirando la oferta de platos del día, un mendigo joven, en chándal, sucio y malencarado, consciente de la prevención y el rechazo que provoca su aspecto, que discursea cuando le niegan el euro que pide, los camareros terminando de preparar las mesas.
Este andar tras los pasos de hombres y mujeres a los que admiro porque me conmueve su trabajo, porque tienen la maravillosa capacidad de avivar emociones y sensaciones, de convocar recuerdos, de llevar luz a nuestras mentes, de hacernos comprender y aceptar nuestra compleja y contradictoria naturaleza, ese creer en quien nos parece más sensible, más lúcido que el resto, ese aprecio incuestionable, infantil quizá, por el artista, por el héroe cuya solitaria creación se convierte en patrimonio colectivo, es una querencia, una seña de identidad que me reconozco desde que soy adolescente, desde que empecé a buscarme en la literatura.
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