Mientras tomo una tarrina en la terraza de una heladería en la plaza de La
Bastilla, veo venir en mi dirección a una muchacha gótica, en los puros huesos,
anoréxica sin duda, del brazo de la que parece su madre. No pasa de los veinte
años, toda negro y palidez acentuada por el maquillaje y los complementos: la
camisa que transparenta la blancura casi fosfórica de su cuerpo, la cazadora de
cuero y la falda, el pelo lacio sobre los hombros, las botas militares, las
medias de malla, las uñas, los labios, la sombra de los ojos, el reguero de una
lágrima por su mejilla izquierda, el desmayado andar, un leve tocar el suelo
apenas, flotando casi entre el gentío de la plaza, la mirada allá en lo hondo
muy perdida en un paisaje de nieve y pájaros negros.
Llama la atención el contraste con la mujer que creo su madre, vestida con
lo primero que ha encontrado: ropas ajadas, deslucidas, gris su pelo y sus
ojos, como el cielo de la tarde, como sin vida.
Pobre muchacha, tristísima imagen de la muerte -me he dicho, cuando pasaban delante de mí, fantaseando
con que la mujer era la parca que se llevaba a la joven al reino de la ausencia
y la desolación.
La joven parece haberme oído y me ha mirado a los ojos:
-No seas ingenuo, soy yo quien esta tarde se cobra la vida
de esta pobre mujer.
Y se han perdido entre la gente, calle de la Roquette arriba, mientras yo terminaba
mi helado de vainilla.
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