martes, 13 de septiembre de 2022

Modernismos (5): París, 1899

 

Manuel y Antonio Machado viajan por primera vez a París en 1899. Lo hace primero Manuel, que en marzo de ese año ya trabaja como traductor para la editorial Garnier, especializada en libros en español para el mercado hispanoamericano. Antonio Machado llega en junio. Los hermanos llevan cartas de recomendación de Nicolás Estévanez, diputado y ministro durante la I República, emigrado a París, y son atendidos por el canario, exiliado político también desde 1882, Elías Zerolo, director literario de Garnier. Es posible que también obrara efecto la mediación de Enrique Gómez Carrillo, que había trabajado anteriormente para la editorial y publicado en ella alguno de sus libros.

Los Machado se alojan primero en el hotel Médicis (56, rue Monsieur-le-Prince), en el Barrio Latino; luego, en fecha desconocida, en el hotel de la Academie, (2, rue Perronet), en Saint-Germain. Antonio Machado sintetiza así su primera estancia parisina: «De Madrid a París a los veinticuatro años (1899). París era todavía la ciudad del affaire Dreyfus en política, del simbolismo en poesía, del impresionismo en pintura, del escepticismo elegante en crítica. Conocí personalmente a Oscar Wilde y a Jean Moréas. La gran figura literaria, el gran consagrado, era Anatole France»1.

Suponemos que Gómez Carrillo introdujo a los sevillanos en el ambiente literario y los acompañó a los cafés de moda, como el Cyrano, en la plaza Blanche, junto al Moulin Rouge; el bar Calisaya, famoso por sus 132 cócteles distintos; el Criterion (121, Saint-Lazare), donde conocieron a Pío Baroja; la taberna turca de la Calle Cadet, la famosa Closerie des Lilas, o el Quat’z’Arts, un cabaret artístico en Montmartre, y otros rincones de la bohemia parisina que Manuel frecuentaba más que Antonio.


Manuel debió de traerse de Madrid el compromiso de enviar unas crónicas al diario El País. Hasta ahora hemos localizado cuatro. La primera, «Impresiones de París. Una visita a Elías Zerolo2, no es exactamente una crónica sino parte de una conversación sobre París entre Zerolo y un Manuel Manuel Machado de 25 años, que le habla con entusiasmo de las mujeres y del ambiente de Montmartre, de los cabarets, de los artistas bohemios, de las conversaciones animadas por la absenta, de canciones populares, de los versos de Verlaine, lo que provoca la respuesta contundente, desde la atalaya de la cincuentena, del intelectual canario, que considera un delirio injustificado la vida de trasnoche y borracheras de una juventud falta de disciplina, que lleva una vida desordenada y falta de la serenidad de espíritu necesaria para crear obras como las de Zola, Regnier, Bonnat o Rodin: «El trabajo y el orden las han hecho; la potencia no derrochadora ni pervertida, el taller y el gabinete de estudio lleno de libros y de apuntes, respirando sabiduría y paz, oculto, tranquilo. La vida allá, en casa de esos verdaderos grandes, es metódica, ajustada al ritmo y al orden, que mantienen el alma serena para ver, fuerte para crear». En contraposición al París bohemio, vago, extravagante, con figuras de escasa categoría artística, el París que «trabaja y produce, que está durmiendo ya a estas horas, para levantarse mañana muy temprano».

En la crónica de la semana siguiente, «Impresiones»3, el poeta se convierte en el típico flaneur parisién que escribe un conjunto de 7 anotaciones de diversa extensión sobre el ambiente callejero de la ciudad, la gente que va a sus ocupaciones, que se sienta en las terrazas, la belleza, la alegría y la gentileza de las mujeres jóvenes, sobre el Sena y Nôtre Dame, los gendarmes de barrio, los vendedores de periódicos, los cocheros, el París de los comercios y las novedades exclusivas, el cabaret Quat’z’ Arts, que revelan el encandilamiento de Manuel Machado por la ciudad. Sobre el barrio de los pintores escribe:

«Montmartre: la vida íntima de los artistas, la bohemia sentimental que tan hermosas páginas ha inspirado a Carrillo. Para el que lo ve desde fuera, algo raro, desordenado, que no se explica a primera vista. Tipos extravagantes, mujeres muy bonitas, y muy ligeras, sobre todo muy expresivas en sus rasgos y en sus caras ojerosas iluminadas por un mirar alegre.

»El aspecto exterior es pobre, las calles más estrechas y más accidentadas, las tiendas más pequeñas recuerdan aquellos modos de vivir que no dan de vivir, como escribía Larra.

»Y sin embargo, allí está la riqueza de las alegrías y de los espíritus, allí se respira el arte bohemio de los que empiezan, arte joven. Juventud, amores, belleza y mujeres. ¿Qué importa la pobreza del cuarto, la ruindad del traje, cuando el alma está llena de concepciones y de valores inestimables, tesoros del ingenio y del corazón?»

El tercer envío a El País es el comentario aprobatorio de una novelita melodramática de Enrique Gómez Carrillo que se desarrolla en el ambiente de los artistas de teatro y variedades: «una obra de arte amable ofrecida sencillamente, como un sorbo de agua pura en el hueco de la mano4.

La última colaboración localizada5 se sitúa en el Calisaya Bar (27, bv. des Italiens), el local más cosmopolita de aquellos días, frecuentado por Oscar Wilde, Rubén Darío y todos los jóvenes aspirantes ‒rusos, españoles, sudamericanos, ingleses, portugueses‒ a destacarse como renovadores de la literatura de sus respectivos países. Tras describir el ambiente del establecimiento, el cronista se centra en la figura de Oscar Wilde, que cuenta una historia sobre el anillo que lleva en uno de sus dedos.

Aunque fechado el 10 de agosto de 1899, el texto se publicó siete meses después, el 25 de febrero de 1900. Para esa fecha, en París solo quedaba el hermano mayor. Antonio había regresado a Madrid en octubre de 1899. Manuel se quedó hasta finales del año siguiente, viviendo con Gómez Carrillo, Amado Nervo y Rubén Darío en el entresuelo del 29 de Faubourg Montmartre, que figuraba como consulado de Guatemala.

Si Antonio no habló de este periodo, Manuel sí lo hizo en varias ocasiones, con entusiasmo y cierta melancolía, lo cual muestra el distinto temperamento de los hermanos. Sereno, reflexivo, mirándolo todo con espíritu entre burlón y desencantado, ajeno a las frivolidades y a la algarabía de los jóvenes artistas, Antonio Machado es la cara opuesta de Manuel, que evoca así los días parisinos en 1838, en su discurso de ingreso en la RAE: «Mi vida fue plenamente la que llevaban allí los estudiantes y los artistas jóvenes del mundo entero. Una bohemia sentimental y picaresca, rica de ilusiones. Me embriagué, siguiendo a Baudelaire, y me enamoré mucho más. Una pésima vida de Arlequín para la que encontraba, no sé cómo, toda clase de facilidades».

Pero no todo fueron farras en aquellos meses. Manuel Machado aprovechó para leer al maestro Verlaine, a Leconte de Lisle y a su amigo Jean Moréas, cuya musicalidad y simbolismos aparecen perfectamente asimilados en Alma (1900), donde encontramos al poeta modernista español más puro y representativo. Kiko Méndez-Monasterio6 sintetiza así la experiencia de Manuel Machado:

«¡Ser poeta en el París de ese fin de siglo, mientras se cumplen veintitantos! Vivir realizando traducciones, compartir piso con Rubén Darío, tomar absenta con el último Oscar Wilde; firmar manifiestos simbolistas, hacer versos perfectos ‒como los de Adelfos‒ y escribir cuentos deliciosos ‒como “Reconciliación”‒; amar muchísimo durante un par de semanas y olvidarse luego, brindar a litros por Verlaine; ser casi un personaje de Murger y, en fin, vivir mucho y matarse un poco, pero si hay que elegir la forma de perderse, no es mala esa bohemia finisecular, parnasiana y parisién».

Sobre los meses de convivencia con Rubén Darío, que llegaba como cronista de La Nación, leemos7:

«Nos quisimos como hermanos. Si bien yo fui siempre, y por muchos conceptos, el hermano menor. Nuestro afecto tenía, en todo caso, esa severa y varonil ternura, esa seriedad emocionada de lo fraternal. […] habíamos vivido y habíamos bebido juntos… Y aun habíamos amado juntos una vez que a cierta mujercita de Montmartre le habíamos parecido bien ambos… Lo cual estuvo a punto de enemistarnos, españoles, al fin. Los buenos oficios del gran poeta Moréas, nuestro gran amigo y contertulio del Café Cyrano, nos pusieron definitivamente en paz bajo un diluvio de copas de champagne y versos magníficos del maestro griego, que era entonces el primer poeta de Francia. Y cuento esto para concluir que nuestra intimidad era absoluta. Lo sabíamos todo el uno del otro, y nada en la vida hubiera podido malquistarnos».

Años más tarde8, vuelve a dar testimonio de aquella íntima relación amistosa, hablándonos de aspectos poco conocidos del poeta nicaragüense, como su contradictoria, y etílica, personalidad, que emulaba a su manera al maestro Verlaine:

«Tenía un prurito infantil de grandezas, de elegancias, de exquisita corrección, y un graciosísimo miedo al qué dirán, que contrastaba con el desarreglo de su vida. Abominaba sinceramente del escándalo. Y, sin embargo… los caballeros no se emborrachan, se encantan, solía repetir del quinto whisky en adelante… Pero él se encantaba tanto y con tal frecuencia, que llegó a hacerse notar en un medio en que este linaje de “hechizos” era moneda corriente».

Emociona callejear por este París de los modernistas españoles, imaginar a los Machado paseando por el Luxemburgo, subir y bajar por el bulevar Saint-Michel, contemplando el atardecer desde un puente sobre el Sena; a Oscar Wilde, unos meses antes de morir, contando en el Calisaya Bar la historia de su anillo, a Rubén Darío recitando en francés a Paul Verlaine y a Leconte de Lisle; acercarse al hotel Médicis o a la calle Herschel, entrar en el Quat’z’Arts o en el Criterion, tomar una absenta y escribir unos versos teñidos de melancólico romanticismo...

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1 Antonio Machado, «Vida» (1931).
2 El País, 5 junio 1899, p. 3.
3 El País, 12 junio 1899, p. 3.
4 Manuel Machado, «Las Maravillas de Gómez Carrillo», en El País, 19 junio, 1899, p. 3).
5 Manuel Machado, «Una balada de Oscar Wilde», en El País, 25 febrero, 1900, p. 2. Con el título ligeramente modificado, «La última balada de Oscar Wilde», este texto, ampliado y mejorado, se publicó en el nº 33 de la revista Nuestro tiempo, en septiembre de 1933, pp. 356-359.
6 Kiko Méndez-Monasterio, «Manuel Machado». En la web La Gaceta de la Iberosfera, 29 agosto 2014.
7 Manuel Machado, «Rubén Darío y yo», en Arriba, 5 febrero, 1946. Tomado de Rafael Alarcón Sierra, «De roca y flor de lis: Rubén Darío y Manuel Machado». En Cuadernos de CILHA - a. 10 n. 11 - 2009 - Mendoza (Argentina) ISSN 1515-6125 .
8 Manuel Machado, «Luces de antaño», en Legiones y Falanges, III. 25 diciembre 1943. Rafael Sierra Alarcón, ibid.

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