Nací con el frío —una ola blanqueaba Europa— y con el miedo al comunismo, que amenazaba al mundo con la bomba atómica y con la bomba H. Nací con Franco —la leyenda asegura que mientras desayunaba— firmando sentencias de muerte. Del Pardo habían salido nuevos nombramientos, simples cambios de guardia en la transmisión del mando, según declaraba la prensa del Movimiento. Nací con los camisas azules —acrisolada lealtad al régimen, fidelidad a los principios del 18 de julio, insobornable honestidad, espíritu combativo, indiscutible eficiencia—, con el «Cara al sol» a diario, con la enciclopedia Álvarez y el catecismo de la doctrina cristiana, con viejos pupitres manchados de tinta y con los bidones de leche en polvo. Nací en los días de fastos inaugurales del Córdoba Palace, aquella nueva joya de la hostelería cordobesa, construida y confortablemente equipada en el corto plazo de un año y dos días. Nací con Manolete muerto, pero con la sombra triste de doña Angustias en aquella casa de mármol blanco junto al jardín de las palomas: mi madre nos hablaba de Linares, de Islero, del gentío que asistió al entierro y de la avioneta que arrojaba flores. Nací con la televisión en blanco y negro desde el Paseo de La Habana. El rojo sólo se veía en la bandera, en la casulla de los curas y en las plazas de toros.
Tiempos de guerra —ya sabemos del contubernio estadounidense-israelí— en Oriente Medio, de revolución en Argentina y Perú. De segregación racial, cuando las autoridades académicas, secundadas por una mayoría de estudiantes blancos, expulsaron de la Universidad de Alabama a la estudiante negra Juanita Lucy. Días, en fin, de guerra fría, en que los cordobeses pudieron entretenerse en el Palacio del Cine con El Piyayo, la obra póstuma del popular actor Valeriano León; con las aventuras de tres monjas y un taxista —Un día perdido— para encontrar a los padres de un niño abandonado en una cesta, que se proyectaba en el Duque de Rivas; con la comedia francesa Americanos en Montecarlo, en el Alkázar; en la sesión continua —Falsa obsesión— del Gran Teatro, con Michèle Morgan y Raf Vallone en grandioso technicolor, con alguno de los dos pases de Cerco de odio en el Góngora; pero si preferían cines de barrio pudieron elegir el Séneca, de la barriada Fray Albino, y el Magdalena, en el barrio del mismo nombre, para ver a Gary Cooper, Richard Widmark y Susan Hayward en El jardín del diablo, o el programa doble —La mujer y el monstruo, Perseguido— del cine Iris, en San Lorenzo.
Aquel domingo, 18 de febrero, a las siete y media de la tarde pronunciaba el poeta y académico Ricardo Molina en la sede de la Real Academia de Córdoba su tercera conferencia sobre el escritor cordobés Dionisio Solís, que vivió a caballo entre el XVIII y el XIX. Nadie podía imaginar que el hilo del tiempo y del azar volviera a conectarme con aquel poeta, fundador del grupo «Cántico», muchos años después, cuando descubrí sus versos, y luego cuando en mi memoria de investigación del doctorado recuperé y analicé sus artículos periodísticos.
Esa misma tarde, el reverendísimo obispo fray Albino asistió en la iglesia de la Compañía a la misa que cerraba el solemne triduo ofrecido por la Congregación Mariana a su fundador, el beato Marcelino de Champagnat. Ya por la noche, en el Hogar Juvenil San Fernando, hubo junta general de la Legión de Guías y Cadetes del Frente de Juventudes para debatir sobre la consigna de la semana: «Fe y lealtad al mando y perseverancia en el servicio».
Por lo demás, en el escalafón taurino mandaban los dos Antonios, Bienvenida y Ordóñez, y los caballeros rejoneadores Carlos Arruza y Ángel Peralta. A Jaime Ostos, Malaver, Julio Aparicio, Joaquín Bernadó, y los novilleros Victoriano Valencia, y Chamaco les quedaban todavía unas temporadas para cuajar.
Sí, circunstancias.
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