martes, 12 de marzo de 2024

Pequeño, peludo suave

Esparragal. 18 de febrero de 1962. Cumplo seis años. Después de comer salgo a jugar a la puerta del cuartel. No hay ningún niño todavía, solo el muchacho de la Casa Grande, que pasa con su borriquillo y me invita a ir con él. Entro corriendo, entusiasmado, a casa y le pido permiso a mi madre para faltar a la escuela. Después de abrevar en la fuente, subimos a lomos del animal que toma el camino de Fuente Alhama a Priego, hasta un cercado a orillas de un arroyo, donde nos bajamos. Allí pasamos el rato, paciendo el pollino la hierba menuda, haciendo puntería nosotros con el tirador, sentándonos a mirar el campo, observando el vuelo de los aguiluchos, sacándole punta a una vara de olivo con la navaja. Horas felices de la infancia, momentos de dicha en aquel paraíso rural, a espaldas de la Serrezuela y los restos de la vieja torre árabe de vigilancia. Qué inocente recreo aquella tarde soleada de febrero.

Llegó la hora de irse y quise yo coger las riendas del animal, que andaban entre sus patas traseras. La coz —tan contundente la palabra como el golpe— me tumbó de espaldas y empecé a sangrar por la cara. Aturdido por el golpe, no lloré ni me quejé. El muchacho de la Casa Grande se sacó un pañuelo del bolsillo, me dijo que lo apretara contra la herida, me cargó en sus brazos y salió corriendo. Cuando avistó el cuartel, llamaba a voces a mi madre —¡Juanita! ¡Juanita!—, que se asustó con la sangre y con el pañuelo tan sucio que me taponaba la herida. Enseguida se presentó el practicante, que lavó y desinfectó la herida en el pómulo. Podía haber perdido el ojo, pero tuve suerte.

¡Arre, Platero, arre!


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