Lucen hermosos los campos estos días, las sierras y las riberas. El agua ha propiciado una primavera pujante y florida: corre el Guadalmez, corre el Guadamora, corren arroyos y regatos, y hasta en las cunetas queda agua todavía.
En los sembrados ondulantes, suavemente mecidos por la brisa, encaña el cereal. Bajo el azul limpio, recién tendido, granan las espigas. A un lado y otro de la carretera, un bello tapiz en verdes —avena, cebada, retamas, algunas encinas jóvenes, dispersas— y amarillo de jaramagos, cuyas lindes trazan las amapolas. En las orillas de la carretera, el azur liliáceo de las lenguas de buey, la roja opulencia de las amapolas, el discreto, casi minimalista, rosa de los alfilerillos, los amarillos de la aulaga, de los crisantemos silvestres, de los botones de la manzanilla…
Con su cresta parda, timbreando mientras vuela, posándose en la punta de una retama, de una mata de encina, o sobre un poste de granito, una alondra como abriéndome paso hasta que se zambulle entre unas avenas locas.
Qué gozada, qué ventura estar allí, qué alta emoción ante aquella estampa natural, que me trajo los versos de San Juan de la Cruz, cuando la Amada pregunta a las criaturas si han visto a su Amado, y éstas le cuentan cómo con la sola presencia del bello desconocido, a su solo paso, la tierra iba floreciendo:
Mil gracias derramando
pasó por estos sotos con presura,
y, yéndolos mirando,
con sola su figura
vestidos los dejó de hermosura.
Tras el lírico subidón, la realidad más contundente: a la vuelta, en el gris de la carretera, el amarillo inconfundible de las alas de un jilguero aplastado por la rueda de un coche.
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