En Dublín, de 2 a 3 de la tarde, encontramos a Stephen
Dedalus, a John Eglinton, al poeta AE (George William Russell), y al señor Best,
hablando sobre literatura en el despacho del “bibliotecario cuáquero”, que sale
y entra en un par de ocasiones para atender a su trabajo. Estamos en pleno y
ágil debate literario: del Wilhelm
Meister, la novela de Goethe, se pasa a John Milton y El paraíso perdido, encontramos luego unos versos de una canción
picante y un terceto sobre Satán, tras los cuales Eglinton plantea la cuestión
central de todo el episodio: Shakespeare. Más tarde, irreverente, paródico, Buck
Mulligan se suma a la conversación.
Stephen Dedalus, que ha empinado el codo y tiene su
puntito de chispa —a veces, a tramos, sus
intervenciones, o su palabra interior, me resultan incomprensibles; no sé si
culpa mía o si mérito de Joyce—, expone sus teorías sobre el dramaturgo inglés,
entremezclando datos biográficos, constatados unos, inciertos y rumorosos
otros, con conceptos teológicos y con las doctrinas de Tomás de Aquino. Me da
la impresión de que en el mundo anglosajón, con Shakespeare ocurre lo mismo que
con Cervantes en el hispánico. Si hay quien le niega a uno la talla intelectual
para escribir el Quijote, achacándolo
a una feliz casualidad, al otro se le cuestiona incluso que escribiera sus
obras dramáticas; si al inglés lo acusan de pederastia, al español de ocultar
su homosexualidad, o de incestuosa relación con su hermana; de Shakespeare, se
duda que, visto su origen social, adquiriera la formación literaria e histórica
que reflejan sus obras; de Cervantes se ha escrito sobre su condición de judío
converso, de erasmista…
¿Qué nos dice Stephen Dedalus sobre el cisne de Avon? El joven literato
parte de una conexión entre vida y literatura: Shakespeare dejó rastro en sus
obras de ciertas experiencias personales traumáticas. Por ejemplo, que fue
seducido y obligado a casarse por Ann Hathaway —ella, que estaba embarazada,
contaba 26 años; él, 18—, como puede comprobarse en el soneto Venus y Adonis: “Fue elegido, me parece.
Si otros se salen con la suya, Ann hath a
way, se las arregla. Qué
demonios, ella tuvo la culpa. Ella le metió la sonda, dulce y de veintiséis
años. La diosa de ojos grises que se inclina sobre el mozo Adonis, humillándose
para conquistar, como prólogo a la hinchazón del acto, es una descarada moza de
Stratford que revuelca en un trigal a un amante más joven que ella”. Que luego,
mientras Shakespeare hace carrera en Londres, ella lo engaña con los hermanos
del propio poeta, Gilbert, Edmund, Richard, que le inspiran a tres “malvados sacudepanzas”, Iago, Richard
Crooback y Edmund, de El rey Lear. Que
el personaje de Hamlet está inspirado por Hamnet, uno de los hijos de
Shakespeare, muerto con 11 años, y cuyo rastro también puede seguirse en Romeo y Julieta, Noche de Reyes, Julio César
y Enrique IV. Que la madre de Hamlet, la reina adúltera Gertrud, es
trasunto de la adúltera Ann Hathaway. Que finalmente hubo reconciliación —según
se representa en La tempestad y en El rey Lear— gracias a una nieta, idealizada en la
Marina de Pericles, en la Miranda de La tempestad, y en la Perdita del Cuento de invierno. Y que pese al
arreglo conyugal, el poeta nunca olvidó la conducta de su esposa, como lo
prueba el hecho de que en su testamento Shakespeare le deja, no la primera,
sino “la segunda mejor cama”. Por otro lado, Hamlet encarna también el conflicto padre-hijo. Más que con Hamlet
hijo, a Shakespeare hay que identificarlo con el espectro del rey Hamlet,
asesinado por su hermano Claudio con el beneplácito de su cuñada, la reina
Gertrud, con la que mantenía relación adulterina. Shakespeare es un padre sin
hijo y al mismo tiempo es padre de toda una multitud de criaturas literarias.
Estas son, en resumidas cuentas, las consideraciones shakesperianas de Stephen
Dedalus.
¿Y Leopold Bloom? ¿Recordáis que lo habíamos dejado
en el museo, contemplando las estatuas clásicas? Allí lo ha visto Buck
Mulligan, según dice cuando llega a la Biblioteca Nacional y mete su baza
irrespetuosa en la conversación que mantienen sus amigos. Hacia la mitad del
episodio, un auxiliar explica al bibliotecario cuáquero que un señor —Bloom no
dice una sola palabra— quiere mirar la colección del año pasado del periódico Kilkenny People. Al final del episodio,
Stephen Dedalus, Buck Mulligan y Leopold Bloom —tampoco oímos su voz en esta
ocasión— coinciden en la salida de la Biblioteca. Mientras Bloom los adelanta y
desaparece camino de sus asuntos, Stephen contempla como un augur el panorama
ante sí y recuerda unos versos de Cimbelino:
“Un aire benévolo definía los ángulos de las casas
en la calle Kildare. Nada de pájaros. Frágiles, desde lo alto de las casas, dos
penachos de humo subían, despenachándose, y eran barridos suavemente en un
soplo de suavidad.
Cesa de esforzarte. Paz de los sacerdotes druídicos
de Cimbelino, hierofánticos: desde la ancha tierra un altar.
Loemos a los
dioses
y que
nuestros humos en volutas suban hasta sus narices
desde
nuestros sagrados altares.”
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