Hace exactamente un año, en la entrada titulada «El nombre de la enfermedad», usé por primera vez el compuesto covidiotas, que le había escuchado a unos periodistas radiofónicos, como ejemplo de la rapidez con que nuestra lengua iba reflejando su vitalidad y sus nuevas necesidades expresivas relacionadas con el maldito virus de Wuhan y la COVID-19, y ayer mismo podíamos leer en El País que esa palabra se había incorporado al diccionario histórico de la RAE. Es lamentable que la pandemia siga en expansión, como también que siga habiendo idiotas negacionistas: ¿erradicaremos algún día la estupidez del ser humano?
Las investigaciones sobre la reacción de nuestro organismo a las vacunas contra el coronavirus han puesto en el foco léxico dos términos médicos como coágulo y trombo, que merecen unos minutos de atención.
La etimología, como es tan frecuente en español, nos lleva a nuestras dos lenguas clásicas por excelencia, el latín y el griego. Los antiguos romanos se servían del verbo CŌGO con el sentido de empujar, impeler hacia un lugar, reunir, concentrar, juntar en un punto, conceptos que podían referirse tanto a personas (cogere turbam ad merces emendas, ‘reunir a la muchedumbre para comprar mercancías’), como a animales (pecudes stabulis cogere, ‘recoger el ganado en los establos), como a las nubes, los vientos y las lluvias (caelum hoc in quo nubes, imbres ventique coguntur, ‘este cielo, en el que se juntan las nubes, las lluvias y los vientos). También usaban el mismo verbo para indicar que la leche se ponía espesa, pastosa: cogere lac in duritiam, ‘cuajar la leche’.
De ese verbo con sentido acumulativo proceden por derivación el verbo CŎĀGŬLO y el sustantivo CŎĀGŬLUM, madre de gemelos, es decir, de un doblete léxico, uno culto, tomado de los escritos ‒coágulo‒, y otro que entró por la vía popular, oral: cuajo. Y por ahí se entenderá, sin necesidad de ser médico, que mala cosa es que se cuaje o espese la sangre, o que se le formen grumos, pues si el rojo fluido no discurre con liquidez tendremos un serio problema de salud.
Cuando los griegos de la Antigüedad veían un montoncito de tierra en el suelo ‒la entrada de un hormiguero, por ejemplo‒, un otero o una pequeña colina, o sea, un cúmulo que interrumpía la continuidad de lo llano, lo llamaban θρóμβοσ (trómbos), que es otra de las palabras que los médicos usaron para llamar a lo que impedía la fluida circulación de la sangre por haberse formado un cúmulo obstructivo, un trombo.
Gracias a la intensa farmacovigilancia impuesta por la pandemia coronavírica, se están estudiando minuciosamente los “eventos trombóticos infrecuentes”, es decir, los raros casos de trombosis supuestamente vinculados con las vacunas anti-covid19.
En relación con estos peligrosos procesos de coagulación sanguínea, he encontrado estos días las palabras trombocitopenia ‒una policomposición de tres lexemas de origen griego: trombo + cito (célula) + penía (carencia)‒ , indicadora de un bajo número de plaquetas, que son las células especializadas en la coagulación, y la parasintética hipercoagubilidad ‒prefijo + lexema + sufijo‒, equivalente a la trombofilia o facilidad para generar trombos.
Estamos, pues, ante dos familias léxicas obstructivas, semánticamente emparentadas ‒trombo, coágulo‒, que apuntan a conceptos y procesos negativos, perjudiciales para el natural flujo o discurso de la vida, así que mejor que obstaculizar propósitos, que amordazar bocas y reprimir sentimientos o impedir actuaciones, busquemos siempre la fluidez de las ideas, de las emociones, de las palabras.
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